Koldavia, un país cada día más remoto y perdido, donde el sol se ponía entre inaccesible montañas de basura, era tierra de oportunidades: un lugar donde cualquier portero de, ejem, discoteca podía hacer carrera y llegar a ganar mensualmente el equivalente a ocho veces el salario mínimo a base de saber cómo colocarse cerca del poder dando codazos y multiplicando chantajes y amenazas.
En Koldavia los más notorios cabezas de chorlito tenían nombres de raíz semejante, como Alvite, Aldama, Alvarone, Albalos, Alberto…eran la aristocracia de los koldavos, ‘los ales’, como los llamaban los ciudadanos; todos ellos salían cada día en las portadas de los periódicos, protagonizando hazañas crecientemente increíbles que dejaban boquiabiertos a los viandantes y servían de comentario en las tertulias de amigotes.
Pero las gentes de Koldavia eran buenas gentes y nada querían saber de todos estos ‘ales’ que se enriquecían a su costa, lo cual a nadie parecía importarle mucho mientras el aperitivo, la casita en la sierra y la cena en un restaurante con terracita y rubia/o estuviesen garantizados. Y claro, el rey de Koldavia, a quien quizá humorísticamente se apodaba Sancho III El Cadavérico, se cuidaba muy mucho de que sus súbditos se despreocupasen de las cosas del Estado teniendo garantizado el pan con jamón ibérico y el circo con sede en el Congreso y el Senado.
Así que Koldavia era bastante feliz, aunque en ocasiones los habitantes de la pequeña república vecina de Ucolandia les removiesen las conciencias con sus revelaciones, filtradas a través de un selecto grupo de patriotas, conocidos como ‘los fachosféricos’. Estos, con lo que les contaban los ucolandios, se dejaban la piel tratando de abrir túneles de luz en esas montañas de basura que empezaban ya a ser una característica orográfica de una nación a la que alguien, antes de prohibir también los toros, había llamado ‘la piel de toro’.
Koldavia era, como el personaje fundador que dio nombre a esta remota nación, bastante mal educada, inelegante, algo malencarada, y mira que Sancho el Cadavérico tenía fama de guapo cuando traspasaba, que era muchas veces y con suerte diversa, los límites nacionales. Koldavia tenía ribetes de putiferio, leyes cambiantes como de broma, aliados muy extraños en cuyo ideario estaba precisamente cargarse la nación a la que decían sustentar. En Koldavia había mucha marcha, mucha maniobra orquestal en la oscuridad, mucho predicador prevaricador. Una colección de personajes, ya digo, encabezados por los ‘ales’, verdaderamente pintoresca.
Y, sin embargo, Koldavia, que jamás debería haberse llamado así, era y es un gran país. Donde la mayoría de la gente se esforzaba, y se esfuerza, trabajando por sueldos casi míseros, en hacer un mundo mejor, librándose de los jetas, golfos, malandrines que fueron los que hicieron que la nación cambiase su denominación anterior por esta de Koldavia de nuestros pesares, puerto de arrebatacapas, cueva de Al-i Baba (que era otro de los ‘ales’, como se sabe).
