

Nos han dicho, para no decirnos nada, que somos cívicos. Han querido adularnos para poder anularnos. Pero han elegido el peor adjetivo, el más difícil de colar a una población que se sabe incívica y cafre desde tiempo inmemorial; que se conoce y la conocen; que ha incurrido, a lo largo de la historia, y por los motivos más nimios, en raptos de vesania inconcebibles.
Nadie ignora que si hubo civismo en la españufa mientras duró el apagón fue por la expectativa de brevedad, por la certeza que se tenía de que la luz volvería de un momento a otro, y porque todo aquello que sirva de justificación para no acudir al trabajo pone al español de un humor excelente y lo predispone a las mayores cortesías y amabilidades.
Quiere decirse que la bella estampa de los conductores dándose preferencia se produjo porque no tenían prisa ninguna; que no hubo mordiscos y garrotazos en las tiendas de comestibles porque no faltó género; que no basta un apagón de diez horas para despertar a la bestia; que no hubo en realidad ocasión suficiente para llamar civismo a nada. El piropo era, por tanto, excesivo y sospechoso.
Que se lo digan a José Bonaparte, que abandonó estos pagos a galope tendido, a uña de caballo, perdiendo en cada bache dos o tres cuadros de los que había rapiñado; que no huyó por miedo a ningún ejército sino por el horror, la pesadilla y el infierno que le desató encima el populacho, la civiquísima ciudadanía de la ibericona peninsulaza.
Que no intente, pues, la cúpula, escamotearnos las explicaciones con tan fementido elogio. Habrán de saberse las causas del apagón; las debilidades o negligencias que lo provocaron. Habrá de aclararse por completo el colapso energético, que si no abrió las puertas del averno, también llamadas civismo español en estado puro, fue -ya digo- porque duró poco. Habrá de saberse todo para evitar un ridículo internacional.
Pero mejor no saber, no imaginar siquiera lo que hubiese pasado si el apagón, la boca de lobo, la tiniebla hubiera envuelto la nación hasta el día siguiente; dónde hubiese parado el maravilloso civismo que nos atribuyen cuando no quedase agua o papel higiénico; con qué fuerza y velocidad hubiesen menudeado los zarpazos y las dentelladas del hambre, la incomunicación y el apocalipsismo de las cívicas muchedumbres.
Porque no estuvo el mayor peligro, aunque lo hubo, y mucho, en el apagón, sino en su duración, en el probable descontrol que se hubiera desatado en dos o tres días. No hay civismo en la esencia españógena, y suponérnoslo ha sido una entelequia, una filfa, un engañabobos. Lo que hay es anarquía, furia y una imaginación desbordante para la violencia. Basta observar los pequeños amagos que se produjeron, los elocuentes indicios de por dónde hubieran podido ir los tiros, que a las pocas horas del apagón ya tuvieron lugar allá y aquí los primeros conatos de chacalismo adquisitivo, los primeros acopios por si acaso, esos tics de instintivo egoísmo que son fases tempranas e incruentas, pero señales claras, de la vesania colectiva, de la furia descontrolada y el delirio antropófago.
La cúpula del trueno ha dado en el clavo con lo del civismo, halagando a la chusma y enarbolando el no ha sido nada para lo que pudo ser. No ha llegado la sangre al río. No se han puesto en juego necesidades elementales; y la socaliña política, el colapso del transporte público y el estrangulamiento impositivo no alteran lo más mínimo al temible animalote. Cívicos -¡ay!- de primeras, en lo que cuesta ver cómo va la cosa; un civismo preliminar, inercial, que puede convertirse muy rápido en todo lo contrario. Menos mal que la luz volvió pronto.