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Derecho a ser feliz Derecho a ser feliz
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Juan Cañada

Durante una temporada colaboré en unos proyectos dando conferencias a colectivos en riesgo de exclusión social. Algunos de los grupos eran adolescentes que no terminaban de adaptarse al sistema educativo, tenían enfrentamientos con los padres -no sólo verbales, también físicos- otros habían sido detenidos por la policía en alguna ocasión.

En una de esas sesiones no sé qué ocurrió que uno de los muchachos se levantó de su silla y manifestó que tenía derecho a ser feliz, que su vida hasta ese momento había sido siempre desgraciada. El entorno en el que había crecido no era el más apropiado: violencia en las calles, violencia en casa, violencia en la escuela, violencia en su corazón… Manifestaba una actitud defensiva, parecía que siempre estuviera en posición de parar golpes. Miraba de reojo por si un palo le viniera en cualquier momento. Cuando se encontraba con alguien que no conocía lo retaba con una mirada desafiante, como intentando forzarlo a que adquiriera una actitud sumisa.

Esa escena y esa frase no la he olvidado nunca: “Tengo derecho a ser feliz”. Sí, en realidad todos tenemos derecho a ser feliz, a comer al menos una vez al día, a trabajar, a descansar, a ser tratados y respetados como personas, a no ser violados en nuestros derechos, a vivir en paz con los que amamos, a poder ir por la calle sin que te insulten por ser diferente, a asistir a la escuela, a recibir cuidados médicos cuando se precisen… Todos tenemos derechos, y en realidad pocos pueden disfrutar de ellos.

Cuando se habla de ser feliz, algunos piensan que sólo lo serán cuando tengan aquel automóvil, una casa con buenas vistas, puedan viajar a tal lugar, conozcan al amor de sus sueños. Son ambiciones que más o menos podemos tener todos, pero pocos saben que la felicidad no está en el tener. ¿Qué ocurre cuando alguno de esos sueños se hace realidad? Pues que el nivel de insatisfacción llegará pronto, y se buscará el escalón siguiente. Si uno ya tiene un buen coche, su siguiente deseo será conseguir uno todavía mejor. Si ya posee una casa, la aspiración será la de buscar una más grande y con piscina. Al final esta situación de insatisfacción produce personas desgraciadas, vacías, aun pudiendo tener todo lo que aspiran. Es entonces cuando uno descubre que la felicidad no se consigue por acaparar, ni en aspirar y conseguir metas materiales.

La felicidad es más la consecuencia de algo, no se consigue con la posesión de objetos o riquezas. Las personas egoístas, las que son auto-referenciales, las que piensan que el planeta Tierra gira alrededor de ellos mismos, los que sólo buscan su satisfacción personal, terminan siempre como unos infelices, o mejor dicho, como unos idiotas infelices. La felicidad no es un derecho, es más bien la consecuencia de algo, la meta de una carrera en la que el esfuerzo y el sacrificio han estado presentes. En el empeño por dar y darse a los demás, de acompañar en el crecimiento de los que nos rodean.

Reconozco que he tenido muchos momentos de felicidad, cientos. Aunque ahora pienso que uno de los más bonitos fue cuando los niños de una de las escuelas de Viwandani, uno de los barrios más pobres y conflictivos de Nairobi, Kenia, tras enseñarles a hacer un avión de papel y colorearlo con lapiceros, los lanzaron al cielo, quedando estupefactos por ese milagro que habían hecho con sus manos. Daban saltos de alegría, gritaban. Todos lo guardaron con cuidado para poder volarlo ante sus padres en las chabolas en las que vivían. Sí, disfruté viéndolos disfrutar. Había conseguido hacer felices a los niños más pobres de uno de los barrios más pobres de África.