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Las manos que hablan Las manos que hablan
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Juan Cañada

El domingo pasado, mientras caminaba cerca de la glorieta turolense, me encontré con un grupo de jóvenes que se comunicaban mediante el lenguaje de signos. Tres de ellos gesticulaban con gran viveza, mientras que una cuarta persona, que deduje era la esposa de uno de los varones, permanecía algo distante, aunque atenta a la conversación.

Entonces me vino a la memoria mi tía Rosica, también sordomuda. De jovencita estudió peluquería en una academia especializada de Valencia y, al terminar sus prácticas, montó un pequeño salón en la casa familiar.

Allí acudían con frecuencia las señoras del pueblo a que les hiciera algún arreglo. Para mí siempre ha sido un ejemplo de superación, pues demostró que las dificultades personales pueden afrontarse con constancia, trabajo y buen humor.

Una de las herramientas que utiliza con frecuencia para conectarse con la familia es el teléfono móvil. Se comunica con todos mediante video-llamadas. Si pasa demasiado tiempo sin que me llame, soy yo quien la llama: le muestro la plaza del Torico, la gente en las terrazas y el cielo limpio de Teruel.

Con gestos me dice que está bien y que le gusta lo que le enseño. Ella, a su vez, sale al balconcito de su casa y me muestra con su móvil las calles abarrotadas de su barrio. Con un gesto de fastidio suele quejarse del calor sofocante de los agostos levantinos.

Pienso que mi tía Rosica ha tenido una vida feliz, aunque no dudo de que también habrá sufrido la incomprensión, la falta de comunicación y la imposibilidad de expresarse como el resto de personas.

De ahí surgen, inevitablemente, la soledad, la tristeza y en ocasiones la marginación. Sin embargo, siempre que nos conectamos la veo feliz, muy feliz. Tiene una hija maravillosa y una nieta guapísima, tan inteligente como su madre.

Cuando veo alguna foto de la nietecilla vestida de fallera, con sus mofletes redondos y ese peinado de moños tan coqueto, comprendo que los problemas de comunicación desaparecen cuando se llenan de cariño y admiración.

En Kenia conocí a personas con problemas de visión u oído, aunque nunca llegué a tratar con sordomudos. Tal vez fue Precious, la niña de la que tanto hablo, quien mejor me transmitió sus ganas de vivir, y eso que nunca ha podido hablar.

Al final, me reafirmo en que el silencio no es ausencia: es otro lenguaje, tan válido como cualquiera. Y cuando nace del afecto, se convierte en la más clara forma de comunicación: el lenguaje del cariño.