Síguenos
Días de luz Días de luz
banner click 236 banner 236
Asunción Vicente

Estos últimos días del año, han sido sin duda desde muy antiguo, días de luz. Las saturnales romanas, de las que son herederas nuestras navidades estaban dedicadas al dios Saturno y se celebraban entre el diecisiete y el veintitrés de diciembre, coincidiendo con el solsticio de invierno, el momento del año en el que el día es más corto y la noche más larga.

A partir de ese momento asistimos al renacimiento de la luz, el cielo oscuro desde muy temprano, cae como un manto silencioso en la noche más larga del año, pero el regreso de la luz comienza en el momento exacto donde la oscuridad deja de crecer y la noche acepta retirarse.

En la antigua Roma, la luz no se concebía como un mero fenómeno natural, era una manifestación divina, la constatación de un orden cósmico y una garantía de continuidad. El sol era concebido como un poder invencible, era el “sol invictus” una divinidad que encarnaba la luz eterna, la victoria sobre la oscuridad y la promesa de estabilidad.

La gran urbe romana se llenaba de lámparas, velas y antorchas, pues encender luces era un acto ritual que recordaba a todos, que la oscuridad era algo transitorio. La luz se presentaba como revelación de la verdad, del conocimiento, de la presencia divina, de orden y esperanza, al igual que en nuestro tiempo. El mundo puede ser oscuro, pero la luz retorna para vencer a las fuerzas oscuras garantizando el orden cósmico.

Siempre se han encendido luces y fuegos, se han contado historias, compartido comida y bebida, en estos días finales de diciembre, inaugurando desde antiguo un clima festivo y esperanzador que ha llegado a nuestro tiempo con intercambio de regalos, luminarias y celebraciones, que nos conectan a una tradición milenaria.

Hoy, nuestras ciudades aparecen invadidas por luces navideñas en una carrera competitiva entre ellas por iluminar más y mejor, que se me antoja absurda. No hay duda de que con ello se crea un ambiente festivo, se fomenta el consumo, un poco excesivo tal vez, y se invita a celebraciones que son a menudo impuestas por las normas sociales, que nos abruman y fatigan. Múltiples comidas familiares, con amigos, con los compañeros de trabajo o de actividades deportivas, con conocidos, todas ellas copiosas, en un trajín que nos agota.

Es necesario dinamizar las ciudades y, sobre todo, sus cascos urbanos antiguos, que se van quedando desiertos poco a poco y pierden ese latido ciudadano que los identifica. El ambiente luminoso y festivo nos contagia a todos, pero ahora, no se intercambian los roles entre amos y criados como en la antigua Roma, sino que asumimos un rol diferente, el de estar alegres y deseosos de fiesta casi por obligación. Y lo más llamativo, a mi entender, son las exageradas y excesivas luces navideñas, en esa alocada competencia entre ciudades por atraer turistas de luz. Luces que crean un ambiente mágico que gusta a niños y mayores; algunas son maravillosas, otras sobrecargadas en exceso, con extraños diseños que nada tienen que ver con nuestro concepto de la Navidad y que convierten nuestras ciudades en réplicas de Las Vegas, con sus carruseles centelleantes y colores estridentes. Un turismo de luces que produce no pocos inconvenientes a los ciudadanos, pero que también, es un gran reclamo comercial que ayuda a mejorar la economía de muchas pequeñas empresas. Es por lo tanto difícil saber encontrar un punto de equilibrio.

A pesar de todo, de la belleza de las calles, avenidas, edificios y comercios profusamente engalanados, sigo pensando que hemos llegado a un punto excesivo de mercantilización de la Navidad como tal. Ya casi no reconocemos nuestras tradiciones, las navidades de antaño, entrañables, cálidas, familiares, llenas de expectación ante la Nochebuena, van dejando paso a que, poco a poco se olvide nuestra cultura. Aparecen belenes laicos que son representaciones del belén tradicional sin contenido religioso, que sustituyen las escenas del Nacimiento cristiano por escenas cívicas, culturales o cotidianas, manteniendo su formato tradicional, exponiendo la Navidad como fiesta cultural, no religiosa. Para algunas personas como yo, se nos hace difícil explicarles a los nietos ese contexto, ante la ausencia de Sagrada Familia, angelitos, la burra y el buey o los pastorcillos. Creo, sinceramente, que no tiene sentido alguno representar algo desprovisto de la esencia para la que fue creado.

Nos inundan de regalos y hacemos multitud de ellos de forma mecánica como una obligación, olvidando que precisamente un regalo, no es nunca una obligación, sino un placer y en virtud de estos cambios tan acelerados que vivimos, nos sumimos en la vorágine consumista.

Los cambios hay que aceptarlos, para bien o para mal y afrontarlos adaptándonos, aprendiendo a situarnos en otros escenarios, pero con sinceridad, ¿no echamos de menos esa Navidad plácida, esa Nochebuena entrañable, el paseo matutino el día de Navidad, la comida posterior en familia, sin prisa, con los platos tradicionales que se repetían año tras año, y que esperábamos con auténtica gula, disfrutando de la conversación y de las travesuras infantiles, unos momentos mágicos que recordamos en los que con muy poco, se disfrutaba tanto?

Estoy segura de que, en el fondo de nuestro corazón, si lo echamos de menos.