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Por Inés Ramón

La anciana dormita en la sala. La respiración es suave y, a cada exhalación, la dentadura asoma un poco más entre sus labios. Tose. Sus manos inquietas, surcadas por abultadas venas azules, contraen y relajan unos dedos agrestes sobre la bata de cuadros. Un hilo de baba asoma y balbucea gorgoteos y murmullos ininteligibles. Sueña, sonríe por un instante, confundida en la noche de sus recuerdos, su cuerpo azorado y tembloroso, asido al galope de los caballos de su juventud.

De pronto, despierta y se lleva la mano derecha a la boca. Sus labios se han hundido entre un mentón excesivo y su pequeña nariz. Con un movimiento tembloroso se coloca nuevamente la dentadura. Se alisa la saya. Sabe que bajo la bata de estar por casa se ha puesto la falda gris, la más nueva, y la blusa de flores amarillas. Sobre el fondo negro, las flores se lucen -le había dicho su marido cuando la estrenó, el día de la boda del chico. Entonces ella la lucía repleta de orgullo y juventud. Sí, las uvas estaban madurando y el sol hacía muy bien su trabajo -recordó. Algunas aún estaban ácidas, pero eran hermosos aquellos racimos a la entrada de la casa, por donde veía regresar cada tarde al hijo. Mi hijo -pensó- era como un roble volviendo por la tarde del huerto. Y el día de la boda del chico, claro que lo recordaba.

Ahora la anciana tiene 87 años. Está sentada en un viejo sofá de cojines desiguales, de color indefinido y los pies le cuelgan sin alcanzar el suelo. Huele a orina, y a medicamentos. El aire en la sala es denso, húmedo, palpable. Sus ojillos cercados de arrugas recorren la estancia, atónitos, sin entender del todo qué hace allí. Ya debería haberse marchado -piensa. Ya deberían haber ido a buscarla. ¿Dónde estará su hijo, su José Manuel? Él, seguramente, la llevará a casa. Siente que su mano se levanta de pronto, y vuelve a desplomarse, como una paloma herida.

Se balancea, incierta, en el sofá. El aire gime y se arrastra por la estancia. Mira las fotos amarillentas que reposan sobre el aparador cubierto de polvo. No recuerda quiénes son esos rostros extrañamente jóvenes que le sonríen desde los portarretratos de bronce ennegrecido. ¿Su padre? No, será su hermano Antonio, que murió en la guerra. Los mira con ojos vidriosos y recuerda. ¡Si es Paco, su marido! ¿O será su padre?

Un sabor amargo le seca la boca.

Mira también las cortinas tiznadas de la ventana, el pequeño balcón donde alguna vez hubo geranios rojos. Las macetas, ahora descoloridas, aún tienen algo de tierra resquebrajada en el fondo. Debe irse pronto de aquel sitio. Sabe que alguien la llevará a su casa, donde las uvas seguro que ya han madurado y el hijo llega del huerto, como cada tarde. Oye el ruido inconfundible de la puerta de la calle al abrirse. Se queda inmóvil y enseguida vuelve a sentir el galopar irregular de los caballos en su pecho. Es su nuera. Un crujir de tablas. Sus ojos se aprietan cuanto pueden, un zumbido de oscuras moscas cruza sobre ella.

La anciana no sabe si su nuera ya le ha dado los medicamentos. Se sobresalta. Las gotas que le sirve cada mañana le apagan los ojos, y las cosas comienzan a girar a su alrededor.

-Tómese esto, abuela, que son para el riego, joder.

La anciana se lo bebe todo en silencio. Pastillas alargadas, blancas, pequeñas, verdes. Lo que le dé. Hay una luna grande en medio de la sala cuando llega la nuera, los ojos de la anciana se atragantan y la boca se le llena de tierra y de piedrecillas húmedas. Las gotas del riego le quitan las fuerzas. Rápidamente, la nuera baja las escaleras y cierra la puerta con un golpe implacable.

Tal vez ya sea la hora de salir de aquí -piensa y aspira, entorpecida, un aire que no alcanza a descifrar su garganta. Se hace tan delgado como un hilo de lluvia. Debo marchar antes de que la espuma me envuelva en su remolino triste, se impacienta. Y se mece suavemente, como acunada por un polvo blando y desvencijado. Los pequeños pies, las zapatillas negras de ir por casa, no llegan al suelo. Buscaré la maleta y bajaré a la puerta. La anciana sabe que esconde su maleta en el arcón de madera, arriba, en el granero. La tiene preparada desde hace varios días, tal vez años. Algo de ropa de invierno, las zapatillas de ir arreglada y la pañoleta rosa de ganchillos que le tejió su madre.

Pero no se mueve. De pronto un rayo de sol entra por la ventana. El corazón de la anciana se agita. ¡Madre! -murmura.

El rayo de sol llega hasta un retrato que cuelga en la pared opuesta a la ventana, al lado de la puerta. La luz recorre la pequeña estancia y da de lleno en el rostro de una mujer gruesa, vestida de negro, con amplia falda que llega hasta los pies. La mujer la mira desde la fotografía, sonriendo, la cabeza erguida, las manos en la cintura. Detrás de ella, un cielo gris y uno árboles grises reciben, como cada día, el rayo de luz de las 10 de la mañana.

La anciana llora. Y ríe. El dulzor de las uvas maduras explota dentro de sus mejillas arrasadas de grietas ¡Madre, ya ha venido a buscarme! El sol enciende la mirada de la madre. Mueve sus labios. Desde la fotografía, la madre levanta su vestido negro y tiende dos manos nuevas, desanudando el pañuelo de su cuello, húmedo de amor.

-¡Espéreme, ya voy con usted, madre... Sólo un poco, que busco la maleta!

La anciana inclina su cuerpo hacia delante, estira un pie, que llega por fin al suelo, luego el otro. Se apoya en el respaldo de una silla y se yergue cuanto puede, desde la orilla más remota de sus fuerzas.

La luz mueve las hojas de los árboles grises.

La espalda encorvada de la anciana le obliga a mirarse los pies pequeños, los diminutos pasos hacia la puerta. Se tambalea. Las gotas del riego, lo sabe. Se sujeta a la silla, avanza y alcanza el picaporte. Se oye el aire tibio atravesando el tiempo. La envoltura del tiempo intentando amortiguar el abismo de aquel silencio, el resuello agónico de su voz:

-Espéreme.

Ya no ve que el rayo de luz se ha desplazado, y que ahora ilumina un rincón desnudo de la pared. Ni que la puerta está cerrada con llave.