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Por Kakel Barraca

Todavía pienso mucho en todo lo que viví en mi primera visita a Teruel. Por extraño que parezca he seguido haciendo pequeñas escapadas a esa ciudad breve que exuda amor y drama a partes iguales, una ciudad cuyas piedras murmuran su historia.

Una vez coincidí allí, en el mismo hotel donde empezó mi propia “leyenda”, con un poeta de los que escriben el tiempo. Él contaba que aquellas piedras le hablaban, le urgían para que las contara. La misma sensación tuve yo nada más entrar en aquel hotel en el que iba a hospedarme tan solo una noche porque así lo decidió la ventura o la desventura, qué más da.

Venía conduciendo desde Jaca por cuestiones de trabajo, y me dirigía a Valencia por la autovía mudéjar. Había dejado atrás un paisaje repleto de bosques, de paredes abruptas donde el verde es un color diferente, y empezaba a entrar en el altiplano con extensas llanuras de arcillas rojizas, quebradizas, con campos a ambos lados de la autovía repletos de grullas buscando alimento entre las cebadas. Bandadas enteras volaban en formación casi militar. Aves vocingleras, cuyos gritos querían parecer un aviso de socorro.

Ahora pienso que las señales estaban allí, pero yo no supe, no tuve manera de leerlas.

Muy cerca ya de Teruel, un chivato de mi coche empezó a emitir un sonido delgado, a pequeños intervalos. Los decibelios fueron aumentando tras cada tregua que daba aquel incesante latido, igual que mis nervios que se habían desatado y se habían vuelto a anudar justo en la boca de mi estómago. Decidí entrar en Teruel para buscar un taller que me ayudara a enmudecer aquel maldito soplón del coche y saber si podía seguir mi camino hasta Valencia.

No vería el Mediterráneo aquella tarde. La avería no podría ser reparada hasta el día siguiente, así que decidí ir en busca de un hotel donde poder pasar la noche.

El taller se encontraba muy cerca del centro, y me pareció un plan perfecto alojarme allí, así podría aprovechar la tarde para hacer turismo. Me indicaron que había un hotel muy próximo con el nombre de una reina o algo parecido. Lo busqué en mi teléfono móvil, llamé, y la recepcionista que me atendió, Ana Rosa, estuvo tan atenta conmigo que no lo dudé y reservé una habitación.

Justo antes de llegar, me encontré delante de una escalinata imponente que me abría las puertas de un centro histórico que intuía admirable. Era tan bonita como la del Titanic, cambiando el roble inglés y el hierro forjado por ladrillos de barro cocido, piedra tallada y cerámica, y mientras la subía no dejaba de pensar que el mismísimo Leonardo DiCaprio estaría allí esperándome.

No se puede soñar tanto. Llegué arriba sin poder pronunciar palabra alguna porque el desnivel era de casi una treintena de metros, y en los últimos escalones me di cuenta de que cualquier parecido imaginable entre Kate Winslet y yo era una ilusión disparatada. No tenía idea de que había un ascensor que salvaba aquella lastimosa pendiente. Fijé mi vista en él, fastidiada, y, todavía jadeando me dispuse a entrar en el hotel.

Me registré y me dieron las llaves de la habitación 102. Curiosa coincidencia, pensé, porque aquel día era el diez del dos, el diez de febrero, y yo siempre he sido un tanto pusilánime ante los números. Subí y me encontré el 102 plasmado en mitad de la puerta, en números gigantes, como una antesala nerviosa, como una efeméride caprichosa, como si el destino quisiera hablarme, adelantarme mi propia vida. Salí de aquella habitación cargada de miedos, entonando una canción que había estado escuchando en el coche, que no dejaba de pasearse en mi cabeza como si fuera un eco contenido de nostalgia infinita. “Qué bonita la vida cuando baila su baile…”

Fue entonces cuando lo conocí. La puerta del ascensor se abrió y allí estaba él, con su sonrisa llena, tan bonita que todos mis monstruos parecieron deslizarse tranquilamente por un tobogán y se perdieron por los largos pasillos de aquel hotel. Esquivé mi mirada de la suya, y la fijé  de manera involuntaria en sus labios. Ojalá no lo hubiera hecho. Esa imagen se dibujó en mi mente y ya no fui capaz de borrarla de mi piel. Y no sé de qué manera sucedió, pero pasé el resto del día admirando a aquellos labios delineados con los dedos de la belleza, unos labios que acompañaban una boca ociosa, de una tibieza húmeda fascinante, hipnótica. Diego, que así se llamaba él, conocía muy bien Teruel, y las leyendas de los amantes, de las torres mudéjares, de su Torico, me llegaban almibaradas a mi boca, de su boca. Sus labios me besaban la razón, el juicio, y nublaban mis pupilas.

No recuerdo muchas cosas más de aquella tarde, solo que después de retratarnos tantas veces que me es imposible recordarlas, todavía quedaba un último lugar donde sacarnos una foto más para el recuerdo. En la última planta del hotel donde nos hospedábamos había un mirador junto a una de las imponentes torres mudéjares de la ciudad. La vista desde allí era todo un privilegio, un auténtico milagro. Allí Diego me besó, y ese beso me despojó de la tristeza. Cerré primero los ojos, después cerré mi consciencia. Y entonces escuché un leve sonido de piedras que caían, y sin poder evitarlo me precipité con ellas.

No pude asirme a las manos de Diego que temblaban por el frío del momento, y durante un instante fui mecida por el viento. Pero aún pude ver unas cuerdas para la ropa que podía alcanzar, solo tenía que ser certera en el intento. Ya llegaba, podía verlas cada vez con más claridad. Un poquito más y ya estaría. Y llegué, las cuerdas ya eran mías. Y entonces…entonces vi a mi abuela. Me aplaudía. No hablaba, sus arrugas me escuchaban y me dedicaban su silencio más generoso. Le sonreí casi aliviada, y después giré mi cabeza para intentar ver a Diego y decirle que estaba bien, pero ya no alcancé a verlo.

Todo ha sido muy extraño desde aquel día. Todos aquellos que conocía se han ido yendo, no sé muy bien qué ha sido de ellos. De vez en cuando vuelvo a Teruel pero el hotel ahora es muy distinto. Ya no está Ana Rosa en la recepción, no logré volver a verla. A quien sí sigo viendo es a mi abuela, con su carita pálida y cercana. Callada. Sigue estando igual de bella que cuando murió. Ahora me siento muy sola, así que acostumbro a subir a aquel mirador donde caí, buscando los labios de Diego. Pero la gente se asusta cuando me ve, y huyen despavoridos gritando ¡Isabel, es Isabel!

Yo no quiero dar miedo, es solo que a veces me pierdo en el tiempo, en esa ciudad encantada donde la historia se escribe despacio. Beso a beso.