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Por Gene Martín

“Es precisamente porque no hay nada en el Uno que todas las cosas están hechas de él”

Platón

 

 

En un planeta verde y azul, en una galaxia infinita, sus habitantes se olvidaron del Vacío. Las últimas generaciones de la especie animal, aparentemente más evolucionada, olvidaron su procedencia. Durante el tiempo que habitaron el planeta, sin ser conscientes de su búsqueda, la estuvieron buscando. Esta especie estaba programada para buscar su plenitud, su esencia original. Sin embargo, ellos, al ignorar esta programación, buscaban y buscaban sin comprender qué era lo que estaban buscando, sin saber que era a ellos mismos a quién buscaban. Cada gesto, acción, relación, pensamiento o deseo estaba dirigido a culminar esta búsqueda. Aun cuando este planeta se llenó de infinitos colores, aromas, formas y experiencias, la búsqueda frustrada de sus habitantes seguía en marcha, ¡estaban programados para buscar y no para encontrar! Ya no quedaba ningún rincón en el planeta que no hubiera sido explorado. La expresión creativa rebosaba de manera incesante pero los buscadores, cada vez más hipnotizadnos por la diversidad de la forma, estaban más vacíos y perdidos en una ruleta sin salida…

No obstante, una pequeña tribu formada por seres diseminados por todo el planeta, escucharon una llamada profunda desde el alma; un grito desesperado que los invitaba a volver a casa. Sin entender bien su mandato, ni su procedencia, todos contestaron. La llamada decía algo así como: “Es hora de descansar y de volver a casa; vuelve a la tierra del silencio, descubre el maravilloso vacío”. De inmediato, el foco de atención, fue dirigido hacia adentro. Olvidándose del mundo exterior, comenzaron un viaje hacia el origen para descubrir que nunca se movieron de él. Procedentes de todos los lugares, del esplendoroso planeta, anduvieron hacia una porción de tierra virgen. Al llegar, se sorprendieron por la autenticidad del aire fresco, la resistencia de la tierra y de las rocas, el sonido del silencio, el no movimiento en un lugar lleno de continua explosión de vida, el abrazo de la quietud, la belleza de la nada, la plenitud del vacío… Sin decir una palabra, se fueron acomodando, formando un inmenso círculo de personas, animales y plantas. Allí, ya no eran necesarias las conversaciones, la explicación de su procedencia o el motivo de su viaje; en sus caras se dibujaba una sonrisa sencilla pero llena de sentido de pertenencia, de arropamiento, de calidez hogareña. Entre ellos, se miraban en silencio, contemplaban amorosamente todo lo que les rodeaba: plantas, animales, montañas, ríos… Entendían que estaban hechos de lo mismo, se amaban y se respetaban. En silencio, todos expresaban su logro: ¡habían llegado a casa! ¡Su meta se había conseguido! ¡No les faltaba nada! Su misión era llegar al maravilloso vacío, ahora tan solo querían investigarlo y disfrutarlo; la programación había sido transcendida.

“Qué curioso, no hay nada pero no falta nada, todo es hijo del silencio, todo es fruto del vacío. El vacío es la madre de todas infinitas posibilidades, mientras que cada expresión solamente es una posibilidad limitada del infinito vacío. Este vacío es pleno, es la sustancia última de la que están hechas todas cosas; está más allá del tiempo y nada puede destruirlo; conocerlo es conocerse a sí mismo, es plenitud sin motivo, es alegría plena. Todo aparece en el vacío, se disuelve en el vacío y está hecho de vacío. Hace un millón de años, los científicos del paradigma materialista, llegaron a la conclusión de que la última partícula era el átomo pero en esta tierra virgen, en el silencio de nuestro corazón, de forma sencilla y en comunión, hemos descubierto que todo está hecho de algo que podríamos llamar vacío. Diríamos que la sustancia última de este Universo es el amor, y aunque parezca lo contrario, todo está hecho de lo mismo”.

Este pergamino fue descubierto por arqueólogos, en las ruinas del primer círculo formado tras el éxodo de los primeros miembros de las tribus del silencio, mil años después de que la comunidad se asentara en la tierra virgen. Hoy, gracias a ellos, nuestra sociedad no está basada en la búsqueda sin fin, si no que parte de su glorioso descubrimiento. La nueva era humana cambió el día en el que estos sabios se sentaron en círculo; hoy el ser humano ya no está programado para buscar la felicidad, puesto que nace para celebrar y contemplar su plenitud esencial compartida. Cada habitante es consciente de que la plenitud deriva de descubrir en todo el vacío, su silencio, de encontrase a sí mismo. Gracias a ellos, también mantenemos un pedazo de tierra virgen no colonizada por el animal más desarrollado en esta tierra. Aquí la luz corre a cargo de las estrellas, la banda sonora de los pájaros, del viento y de los ríos; el silencio es sólido, y los nuevos humanos podemos sentirnos en casa haya donde nos dirijamos. Nuestros ancestros nos enseñaron que nuestro corazón es el hogar del Universo. Al vivir este hallazgo, nuestras acciones son expresiones maravillosas de la fuente infinita y nuestras relaciones expresan este descubrimiento: ser todos el mismo átomo divino. Millones de años después del primer ser humano, hoy sabemos valorar el maravilloso vacío. En las ruinas del primer asentamiento, se siguen encontrando sillas vacías para homenajear a los primeros exploradores del silencio.