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Por José Baldó

El cine…, ese invento

del demonio.

Antonio Machado



Mi padre me escuchaba sin perder detalle, conteniendo el aliento y expectante ante cada nuevo giro de la trama. Llegado el final de mi representación, me coloqué frente a él y, con voz cansada, repetí la última frase de la película:

—Presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad.

No se oía ni el vuelo de una mosca. Tras unos segundos, rompí el silencio del refugio:

—Fin.

Los aplausos de mi padre resonaron entre las paredes de la minúscula habitación. Estaba emocionado, extasiado con la historia que acababa de narrarle. Así había sido cada semana durante los últimos años: sesión especial los sábados y domingos por la noche en exclusiva para un único espectador, sin cabezas tapando la pantalla ni cuchicheos amorosos en la última fila.

—Padre, no haga tanto ruido, que le van a oír los vecinos.

—Tranquilo, estos muros lo acallan todo —sentenció—, además, Casablanca bien se merece unos cuantos aplausos, ¿no?

A mi padre le encantaba el cine. Ya era un cinéfilo mucho antes de que la palabra existiese y esa pasión por las películas fue otra de las cosas que la guerra consiguió arrebatarle. Pronto se cumpliría el décimo aniversario del fin de la contienda, pero él todavía permanecía oculto tras un falso tabique levantado en el granero de la casa. No podía sacarse de la cabeza la imagen de su padre y su hermano desangrados en una era a las afueras del pueblo. Ambos habían sido concejales del ayuntamiento durante la república y sus ideales los habían llevado a morir fusilados durante la sublevación. A él jamás le había interesado la política, pero sabía que correría la misma suerte si le atrapaban; su nombre estaba en las listas de enemigos del régimen y en el pueblo había ojos y oídos por todas partes. Barajó muchas opciones: echarse al monte, escapar lejos de casa, luchar…, pero con todas ellas debía abandonarnos a mi madre y a mí, y ese era un precio que no estaba dispuesto a pagar.

—Toñín, hazme el favor, cuéntame más —pedía, casi suplicaba.

—Antes de la película han puesto el No-Do y…

—¡Qué No-Do ni qué leches! —me interrumpió—. A mí eso me trae sin cuidado, me refiero a la película, cuéntamela de nuevo.

—Pero… es muy tarde y estoy cansado. Además, tengo que madrugar para aviar a los animales antes de ir a misa.

—Antonio, deja al chiquillo en paz —terciaba mi madre, siempre al rescate.

Mi padre torció el gesto y levantó las manos en señal de rendición.

—Vale, vale… ya me callo.

En el fondo sentía lástima por aquel pobre hombre, siempre encerrado, sin más entretenimiento que escuchar la radio o el cine de segunda mano que yo, a duras penas, intentaba reproducirle.

—No se enfade, padre —añadí—, mañana es domingo y hay programa doble. Le prometo volver a casa directo y contarle todo con pelos y señales.

Cuando se reabrió la sala después de la guerra, había sido mi madre la encargada de ver las películas y contárselas a su marido. Sin embargo, a ella el cine no le interesaba demasiado, se pasaba la mitad del tiempo dando cabezadas; si acaso cuando ponían alguna de amores o con muchas canciones como Morena Clara, ahí sí disfrutaba de veras. Pero la mayoría de las veces, la mujer volvía a casa sin saber por dónde empezar su relato, así que se inventaba las historias y mi padre acababa enfadándose. Por aquellos días, yo la acompañaba cada semana al salón parroquial que hacía las veces de cine y aunque todavía era pequeño, ya sentía la magia de las imágenes proyectadas sobre la pantalla. Descubrí que podía pasarme horas sentado en la butaca viviendo esas vidas de repuesto una y otra vez, y guardándolas en mi memoria. Así, pronto tomé el testigo de mi madre y pasé a ser el narrador oficial de la casa. Y no se me daba nada mal, incluso imitaba las voces o los movimientos de los actores. Recuerdo una vez que intenté repetir en casa los pasos de baile que había visto hacer a Fred Astaire en Sombrero de copa y acabé rodando por el suelo, con un diente astillado y mi padre llorando de la risa.

Con quince años ya era una persona de palabra, así que el domingo por la tarde, después de ayudar a mi madre con las tareas de casa, me acerqué hasta la plaza mayor para cumplir la promesa que había hecho la noche anterior. Allí me esperaba para entrar a la sala, mi mejor amigo, Zaca; él siempre decía que su padre estaba en el frente luchando por la libertad, aunque a mí me gustaba pensar que el señor Manolo, que así se llamaba, estaba sano y salvo, oculto entre los muros de su hogar. Después de todo, eso no era algo de lo que hablase la gente y seguro que no eran pocos los que habrían renunciado a vivir para poder sobrevivir.

A la entrada del cine una pizarra anunciaba la sesión doble que estaba a punto de comenzar. Sin entretenernos, echamos un vistazo a las cartelas y corrimos al interior para coger buenos sitios.

Tras el No-Do, Cachito de cielo, una comedia que prometía contar con “el más brillante reparto de Hollywood” pero que a los dos se nos hizo eterna. Sin duda, el plato fuerte estaba en el segundo título. La diligencia era, según la publicidad, “la obra cumbre de la cinematografía americana” y… ¡Vaya si lo era!

La vida de esos personajes y su emocionante viaje a través del salvaje oeste me pareció la mejor película del mundo. A Zaca también lo mantuvo en vilo, más de una vez lo vi de reojo morderse las uñas y saltar del asiento durante el ataque de los indios.

Cuando salimos a la calle, llovía a mares y la noche ya había extendido su oscuridad por cada rincón del pueblo. Nos refugiamos bajo los porches de la plaza, pero no veía el momento de volver a casa para contarle la película a mi padre. En un arrebato, sin tan siquiera despedirme de Zaca, me ajusté la chaqueta y salí corriendo bajo la lluvia. Tomé un atajo y atravesé un par de huertos para ahorrar tiempo. No me preocupaba pillar un resfriado, tan solo quería llegar cuanto antes para que no se me olvidase ningún detalle de la trama.

Al doblar la esquina de la calle, mis pies se detuvieron en seco como si alguien los hubiera clavado al suelo a martillazos. Mi casa estaba llena de luz, la puerta abierta de par en par y mi madre sentada en el suelo. Cubría su rostro con las manos y, entre lágrimas, repetía las mismas palabras una y otra vez:

—¡Se lo han llevado! ¡A mi Antonio… se lo han llevado!

Me acerqué hasta ella y la abracé. Deseé que aquello fuera como en las películas, que la cámara se alejara, sonase la música y la imagen se fundiera a negro.

•••

Hace muchos años que dejé de ser un niño, pero si cierro los ojos todavía puedo ver a mi padre en su escondite, tumbado sobre el jergón, con la cabeza apoyada en los brazos y su eterno cigarrillo de picadura entre los labios. Hubo un tiempo en el que, a partir del sonido de mi voz, él imaginaba lugares lejanos, épocas mejores; se reía con Charlot y temblaba de miedo con la criatura del doctor Frankenstein, escuchaba silbar las flechas por encima de su cabeza y sentía el viento en la cara mientras galopaba por las llanuras del desierto.

Padre, todavía espero en el refugio para contarle La diligencia.