Síguenos

Por Marisol Julve Barea

El sonido del tren la abstraía automáticamente de cualquier tarea que estuviese haciendo; como una alarma, la sacaba de su ensimismamiento y, automáticamente,  levantaba la cabeza mirando al vacío y agudizando su oído. En un pasado no muy lejano  las llegadas y partidas fueron muchas, a día de hoy solo seis —bien las conocía Petra—, además de algún tren de mercancías que bajaba hacia la costa. Algunas la sorprendían con puntualidad británica siempre en los mismos quehaceres: aseando a su padre, dándole la merienda o acostándolo, pero el tren de las 18:03 se lo reservaba para ella.

Vivía  cerca de la estación situada en la ribera del río y, como un ritual, se preparaba para  la única salida ociosa  que hacía al día. Se vestía con sus batas de viscosilla de estampados descoloridos y olor a naftalina; se arreglaba con afeites de olores y texturas pretéritos  y recorría los apenas cinco minutos que la separaban de la estación provinciana, donde, sentada en uno de los  bancos, cada vez más descascarillados,  oía  —o intuía— el traqueteo  y el silbido que anunciaba la llegada y la inminente nueva partida. Observando a los viajeros se contagiaba  del nerviosismo que conlleva un cambio de situación. Una excitación que ella nunca había experimentado; contadas las ocasiones que había salido de su ciudad para algún encuentro familiar y... nada más. ¡Cuántas veces había consultado los horarios en el panel de la entrada! Y, ¡cuántas más había soñado que subía a un tren! daba igual en  qué dirección, en qué sentido y se iba río abajo hacía el mar, río arriba hacia las montañas, pero, a las 18:03, segundos arriba o abajo, la partida del convoy se llevaba sus anhelos una tarde más, y mientras  la estación poco a poco se iba quedando vacía, eran los vencejos en las tardes de verano quienes la sacaban de su ensoñación y le decían que debía volver a casa y retomar sus obligaciones de hija abnegada y sumisa. Se sucedían las estaciones y mudaban los rostros, pero ella seguía formando  parte del paisaje de las 18:03.

Las frecuencias de los trenes se iban espaciando a la vez que sus posibilidades se iban acabando, pero ella seguía fiel a su cita ineludible sin importar que el cierzo azotase su cara en el andén o que la lluvia se colase por su viejo paraguas mojando sus medias de espuma, siempre color carne. Era el único acontecimiento que la mantenía unida a la vida, a la ilusión de un mañana que cada vez estaba más amputado. Y aunque  pertenecía a aquella generación que creció entre ruinas y escombros; entre heridas aún sangrando; entre silencios y muchos  miedos, mantenía intactos sus sueños.

«Cuando mi padre muera cogeré un tren». No quería pensarlo pero su subconsciente la traicionaba y automáticamente se santiguaba para quitarse aquel pensamiento y mal presagio de la cabeza y se sentía mala hija, mientras regresaba cansada a casa. Le pesaba la larga espera, todos los sueños incumplidos, todos los anhelos cobijados durante tanto tiempo. Le pesaba su juventud no vivida, frugal; su vida anodina, ataráxica. Le pesaba su cojera, accidental pero nefasta y que marcaría todo el devenir de su vida. Aquella caída con el cántaro de agua cuando subía apresurada la cuesta de los Franciscanos, ruborizadas sus mejillas,  desbocado su corazón por aquel breve beso con Luis, con quien intentaba encontrarse cada atardecer a la hora de ir a la fuente. La rotura de su fémur y la prematura muerte de su madre acabaron con su juventud. Casi tres meses entablillada en casa y dos años de luto estricto y uno de alivio de luto, convirtieron aquel amago de  beso en el único recuerdo al que asirse para siempre. Y luego, a guardar los ajuares en almidón, que Luis ya se había ennoviado con Lucía y quién, si no fuese un viudo o un solterón, iba a sacar a bailar a una coja. Seguía asistiendo al baile del domingo donde pasaba la tarde sentada junto a la pared viendo el danzar alegre de las parejas mientras con su pierna seguía el ritmo del compás. A veces incluso —a escondidas— se atrevía a dar unas monedas a alguna muchacha vecina para que bailara unas piezas con ella. Unos bailes desacompasados que las chiquillas aceptaban, ya no por el dinero sino por compasión.

Mejor fortuna tuvo su hermano, quien marchó a Alemania asegurándole entre lágrimas que se reuniría con él cuando estuviese allí asentado. Promesa que nunca se cumplió, y eso que Manuel consiguió —para orgullo de su padre— un buen puesto en una empresa automovilística. En cambio,  Petra se iba  encogiendo en sus chaquetas de angorina;  perdía su tez el color  a la vez que los estampados de sus vestidos de viscosilla. Su rostro se cubría de surcos como aquel terreno cada vez más seco, más baldío, al mismo tiempo que se iba acabando la vida del ferrocarril para aquella fría ciudad que poco a poco se iba quedando  aislada, paradójicamente sitiada por autovías, autopistas y redes de alta velocidad que les negaban a sus habitantes  la conexión en tren con los núcleos donde se dirimía el futuro. Y llegó el día en que tras la muerte —demasiado tardía— de un padre,  y ajena a las noticias y a los carteles que anunciaban el cierre definitivo de la estación, levantó la cabeza alertada por la ausencia  del sonido familiar del silbato: primero a las 8:10, luego a las 12:30, después a las 16:10,  hasta que una tarde bajó a  la estación y se la encontró cerrada. Desorientada, sin saber qué hacer ni a dónde ir, sus pies la llevaron hacia la estrecha y casi inexistente senda  que bajaba al río. El manto de  hojarasca amarillenta y rojiza  crujía a su paso y, entre la lluvia de hojas que caían al agua convirtiendo la corriente en un fluir de confeti otoñal, escuchó el rumor de los álamos y de los chopos que le susurraban: «Petra, vente al mar; vente allá donde los trenes no cesan; vente».

Nadie notó su ausencia en mucho tiempo. Nadie reclamó su cuerpo menudo encontrado río abajo enredado entre las raíces de un chopo donde su vestido estampado, morado de viscosilla, flotaba cual nenúfar junto a la orilla. El encargado de practicarle la autopsia levantó la cabeza creyendo escuchar el silbato de un tren, justo en el momento en el que le  quitó su diminuto reloj de pulsera, que marcaba las 18:03.