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Por Álvaro Narro

Siempre pensé que el día que enterráramos a mi padre el cielo estaría gris y dejaría caer unas gotas gruesas. La presencia de un sol tan amarillo en un inmenso cielo limpio me pareció una broma de mal gusto. La cruz dorada que adornaba la caja brillaba reluciente y todas aquellas hierbas dejaban escapar un juego de reflejos de colores alegres y luminosos. La cara de mi madre parecía menos pálida que días atrás y mi hermana no dejaba de susurrar al oído de unos y otros. Muchos, desconocidos para mí.

Cuando mi padre murió todo parecía más vivo que nunca.

El cura, que según me contaron hacía poco más de un mes que había llegado al pueblo, explicó a quien lo quisiera escuchar lo bueno que había sido mi padre y que a buen seguro se había ganado uno de los mejores sitios en el paraíso. Muy cerquita de Dios. Tenía un ojo de cristal y el otro revoloteaba nervioso sin posarse en nada en concreto. El pelo graso se amontonaba en su cráneo y unas gotas de sudor se escurrían por sus pómulos rojos. De vez en cuando, miraba a mi madre con ese ojo inquieto pidiendo la aprobación de un discurso lleno de vocablos argentinos que se hizo tan eterno como el descanso que auguraba para mi padre. Cuando acabó con toda esa farsa, se pasó una mano llena de venas por la frente y soltó un suspiro de tristeza o de hartazgo.

El hombre del mono azul acabó su trabajo y se fue cabizbajo con aquella paleta y un par de cubos dejando a mi padre tras una losa de cemento. En ese instante los volví a ver. Vi a mi padre, treinta años atrás, con aquella mujer, muertos de risa en un bar triste. Vi a mi padre y a aquella mujer besarse y desaparecer en un coche con un faro roto dejando un rastro de polvo.

Mi hermana enmudeció el ruido de aquel motor al pasarme su mano de finos y delicados dedos por encima del hombro. Me miró durante un par de segundos con los ojos rojos, pero enseguida se dio cuenta de que no tenía nada que decirme. Yo era el que se había marchado de aquel pueblo asfixiante en cuanto tuve oportunidad y ella la que se quedó ordeñando a todas aquellas vacas y esquilando a esas ovejas llenas de mugre y pulgas. Yo era el que se casó y tuvo un niño desgarbado de ojos negros y ella la que no tenía tiempo para los hombres. Yo era el que no quiso escuchar sus llamadas cuando la cosa se empezó a torcer y ella la que escuchaba todas las noches los lamentos de mi madre.

–Ah, perdona. Seguro que te acuerdas de ella –me dijo por fin a la vez que sonreía a una mujer de largas piernas que se acercaba despacio. Sus ojos seguían siendo los más hermosos que vi jamás y solo unas pequeñas arrugas que los escoltaban dibujaban el paso del tiempo. Llevaba el pelo recogido en una coleta y no dejaba de tocarse un colgante de oro que adornaba su cuello. Sus zapatos de tacón afilado parecían fuera de sitio en un campo lleno de cruces de escayola y sonreía de forma tonta o nerviosa enseñando los dientes grandes y blancos. Me dio dos besos muy cerca de los labios dejándome inspirar un olor dulzón y creo que dijo lo siento o te acompaño en el sentimiento. No lo recuerdo o no lo escuché. Se fue igual de despacio que había llegado y mientras se perdía entre toda aquella gente pensé que cada día era más bella.

–Vámonos –dijo mi hermana–. Aquí no hay nada que hacer –me cogió de la mano y señaló el coche lleno de barro en el que mi madre lloraba ya sin los incómodos testigos del desconsuelo.

–Es mejor llorar solo –susurré.

Mi hermana metió primera para dejar atrás a todos aquellos muertos y acercarnos a la vida. La vida sin mi padre.

Hablé con mi mujer todos los días de la semana. Le expliqué que mi madre y mi hermana estaban muy mal. Que no imaginaba que pudieran sentir tanto dolor y que sería imperdonable abandonarlas en esos momentos. Que necesitaban que alguien les ayudara con todos esos animales y que aquello iba para largo. Le pregunté por la alergia del pequeño Álex y por nuestro terrier cada día más viejo y maleducado. La llamaba cada día después de retorcerme de placer en la cama de mi novia de juventud. Después de escuchar que nunca me había olvidado entre copas de vino rojo y champán frío. Entre sábanas blancas y espejos que reflejaban la felicidad.

Mientras ella dormía desnuda, me gustaba posar mis ojos en un gran ventanal que me devolvía unas luces amarillas y un asfalto gris, un cielo azul marino y unos árboles altos y fuertes que dejaban que una ligera brisa acariciara sus hojas. Era entonces cuando deseaba con todas mis fuerzas ver al pequeño Álex. Deseaba que me saludara con la mano y sonriera antes de darse la vuelta y marcharse corriendo. Quería que algo nos uniera para siempre y nos mantuviera vivos.

Me marché del pueblo un día en el que por fin las nubes dejaron escapar una lluvia fina. No me despedí de la mujer más hermosa y dulce que jamás he conocido. Metí un par de quesos y unas botellas de vino en el maletero antes de abrazar a mi madre y besar sin mirar a la cara a mi hermana.

Mientras atravesaba despacio las calles estrechas y llenas de agujeros, pensé que mi padre siempre estuvo orgulloso de mí y que nunca se moriría del todo. Cuando en la última casa del pueblo unas viejas vestidas de negro me saludaron con la mano enseñando sus bocas sin dientes, aceleré a fondo y dejé atrás toda aquella ignorancia y los escombros que deja la tristeza.