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Nadie me espera en París Nadie me espera en París

Nadie me espera en París

Nadie me esperaba en París. Me lo inventé todo, no es la primera vez que lo hago, pero en aquella ocasión, pensé que tenía todos los cabos atados. Tomé la decisión de desaparecer una mañana gélida, en la que la niebla espesa probablemente me nubló mucho más que la vista. Me sentía incapaz de sobreponerme a todo lo que me estaba pasando, así que huí.  Había sido educada para pelear y defenderme, a ser posible sin herir a nadie, pero era evidente que esa táctica no funcionaba. Lo más sensato era cambiar.

Cuando salí de la Estación de Delicias, Zaragoza estaba oculta tras la misma niebla heladora que la había escondido durante todo el invierno. Envuelta en aquel velo sucio y frío parecía más inhóspita de lo que en realidad era. Mario se durmió nada más subir al autobús. Estaba cansado, y probablemente no solo por lo poco que había dormido la noche anterior.  A sus ocho años había vivido ya en cuatro lugares diferentes. Yo había convertido su existencia en un viaje a ninguna parte que él apenas cuestionaba; solo mientras se acostumbraba a los profesores de cada nuevo colegio. En su primer día, localizaba el color del coche con el que iba a buscarlo y la tienda de chuches más cercana. Una vez fijados esos dos puntos de referencia, su pequeño mundo empezaba a girar. A su alrededor, los dos construíamos una vida que yo sabía provisional, pero que él, con un sentido común abrumador, consideraba eterna mientras duraba.

Cada vez que subía a un autobús y se dormía en el asiento de al lado sin protestar, me entraban unas ganas de llorar incontrolables. Verlo ovillado encima de una tapicería desgastada por otras vidas mucho menos meritorias que la suya, me hacía sentir terriblemente culpable. A duras penas soportaba ya el peso de todos los sentimientos de culpa que había ido trasladando en cada mudanza. Sara, mi psicóloga y amiga del alma, insistía en que a los niños lo único que realmente les daña es el maltrato y el abandono -Mario estaría bien mientras lo despertara y lo acostara arropado con abrazos y besos, me repetía-. Al principio me costaba creerlo, pero parecía que el tiempo le daba la razón.

Cuando el autobús arrancó, me asomé a la ventanilla como hacía siempre: conteniendo las lágrimas que me emborronaban la vista, acariciándole la espalda a mi hijo, y mirando hacia atrás.  Solo me daba cuenta de que lo hacía cuando me avisaba el calambre de la contractura que aquel gesto me había provocado en el cuello.

Aquel día, mi madre y mi hermana me decían adiós desde el andén con un movimiento de mano vigoroso que intentaba esconder la pena y alentar la esperanza de que aquella vez sí, encontrara mi sitio. Nunca he sabido si se creen todas mis historias o si fingen para demostrarme que confían en mí. Habían hecho un viaje de casi dos horas solo para venir a desayunar con nosotros y despedirnos. Habrían conducido seis si hubiera sido necesario. Lejos de reconfortarme, su sacrificio engordaba mi culpa. Todos en mi familia hemos aprendido a disimular, cuando no directamente a mentirnos, si es necesario para apuntalarnos unos a otros. Fuera de aquel útero materno, nuestras vidas no son demasiado confortables, pero pocas veces nos quejarnos.

Mario y yo emprendimos oficialmente nuestro viaje a París a las nueve de la mañana. A aquellas horas, Delicias parecía un hormiguero que algún niño desaprensivo hubiera taponado con su zapato. Todos corríamos de un sitio a otro buscando un agujero en el que cobijarnos a tiempo bajo la atenta mirada de un coche de la Guardia Civil que yo juraría que nunca patrullaba por allí.  No había línea directa con la capital francesa. Aquel destino tan elegante y glamouroso no tenía hueco en los carteles luminosos de la estación, así que tuve que complicar un poco mi mentira. Le conté a mi familia que teníamos que ir primero a Barcelona y desde allí cogeríamos un tren a la ciudad de la luz. A las afueras vivía mi amiga Laura con su marido Didier. Tenían una pequeña empresa de diseño gráfico y numerosos contactos que yo podría aprovechar para conseguir trabajo como redactora publicitaria o traductora. Lo de la empresa de Laura y Didier era verdad, el resto podría haberlo sido.

Cuando arrancó el autobús por fin me pude relajar. Para mí, eso significaba llorar discretamente detrás de unas enormes gafas de sol negras que me había regalado mi ex marido hacía años. Había chequeado a todos los viajeros antes de que empezara a andar y ninguno parecía peligroso. Dejarme mecer por el ronroneo suave del motor antes de iniciar un viaje se había convertido para mí en uno de los pocos momentos de paz de mi vida.

No sabía cuánto tiempo estaríamos en aquella nave a prueba de ex maridos bárbaros y leyes injustas, pero durante aquellos primeros kilómetros por la A-2, saboreé el lujo de sentirme a salvo. No tenía un plan; era la mejor forma de que nadie lo conociera. Nos bajaríamos en la parada de descanso y no volveríamos a subir. El conductor nos llamaría un par de veces, esperaría un rato y después se irían sin nosotros. Nuestro rastro se perdería allí. El resto del camino lo haríamos en autostop. Cualquiera estaba dispuesto a hacerles un favor a una madre joven y a su hijo pequeño. Sara, la única persona a la que intuyó que no tenía intención de ir a París, intentó disuadirme de mis planes. No lo consiguió. Yo estaba convencida de que había agotado mi cupo de mala suerte y de que no nos sucedería nada malo.

Unos metros antes de parar en el área de servicio de Fraga, vi un coche de la Guardia Civil. Por un instante me estremecí. Inmediatamente me convencí de que no había nada raro en que una patrulla descansara en carretera. Quizás ese haya sido uno de los grandes errores de mi vida: no obedecer a mi instinto, pensar demasiado.

La intuición solo falla si no le haces caso, me dijo una vez el viejo Eliseo, el vecino con el que compartía rellano en Alcañiz. Ahora que Mario ya no está conmigo, me arriesgaré más. Si hubiera obedecido a mi olfato hoy no estaría en la cárcel por sustracción de menores y Mario no viviría con su padre, el hombre que amenazaba con matarme cada vez que intentaba explicarle que no era feliz.

-Supongo que ahora ya lo eres -se burló agriamente una tarde cuando vino a traerme a Mario para una visita ordenada por el juez-. La próxima vez que huyas  -me dijo mientras se reía ya abiertamente- búscate un sitio al que yo no pueda llegar o por lo menos alguno en el que nunca te buscaría, una ciudad elegante y distinguida, como París.