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Sinople y plata Sinople y plata
Foto: Diego Hernández Estopiñán

Por Rafael Esteban

Un éxito. Reconozco que el esfuerzo ha merecido la pena.  Privaciones, congoja, paseos al sol, olvidar caprichos siempre prescindibles: el esfuerzo ha merecido la pena. Es lo que tiene la paciencia a lo largo de años de necesidad. Al final, el zarpazo del azar arrebata al destino el objeto codiciado.

He recuperado el becerro de oro de mis desvelos. Acaricio el artilugio de tela de cuadros verdes y blancos cosidos sobre varillas metálicas que, deslizadas por un eje central, se despliega cuando la lluvia se convierte en molestia. Por fin tengo entre mis manos -un decir, no podría estar escribiendo la memoria de mi éxito ansiado con un paraguas en la mano, permaneciera este plegado o desplegado-, por fin puedo empuñar -un decir, insisto- aquello con lo que tantas veces soñé y que un día fue objeto de la codicia ajena.

 

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Cruza la avenida en un ritual distraído, mientras ojea los obituarios del diario Pueblo. Como si anhelara que algún conductor igualmente distraído lo fuera a  atropellar, eso sí, sin ocasionarle lesiones que supusieran el abandono definitivo de su condición de administrador único de la ventanilla que abre y cierra con displicencia -no sé si tal tarea se puede hacer de otra manera- y puntualidad (eso sí que puede hacerse de otra manera, no es lo raro en nuestra latitud), donde vende con la solemnidad el Sello de los Huérfanos del Cuerpo de Habilitados de la Comisaría de Abastos, sin cuya adhesión a cualquier instancia u oficio impediría, por ser elemento sine qua non, la incoación, fuera ésta de oficio o a instancia de parte, de todo procedimiento administrativo.

 

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Todos los días a la misma hora lo observo, siempre cuelga de su brazo su (mi) paraguas mientras se acerca a comprar la prensa. Echa un vistazo a los diarios, rasca calderilla en el bolsillo del chaleco y observa semanarios y revistas como quien no quiere la cosa, mientras recibe su ejemplar de Pueblo perfectamente doblado, de manera que la información se ajuste al tamaño del bolsillo de una chaqueta desgastada que hace años fue de su talla, y que ahora difícilmente conseguirá abrochar si aspira a tapar su vientre rotundo,  esconder la corbata o simplemente abrigarse.

Apenas habla. Ignora a quienes se cruzan con él y lentamente dirige sus pasos hacia la oficina, mascarón de proa de cualquier gestión administrativa llamada a sobrevivir. Abre puntualmente la ventanilla, se sabe poderoso: no queda otro remedio al mundo que le rodea. La compra del sello de huérfanos ha de poner en marcha los dientes hambrientos de semejante engranaje.

La llegada a la oficina no distingue un día de otro. Puntualidad rutinaria, bolsillo abultado tras el vistazo furtivo a los titulares de camino al trabajo, poco más que un paso de peatones, un buenos días vago al (y del) ordenanza, mirada oblicua al fondo del pasillo, donde las oficinas, no podría ser de otro modo, todavía no han abierto, para qué van a abrir. Sin el sello de huérfanos cualquier afán administrativo sería estéril.

Se desliza el paraguas desde el antebrazo distraído hasta el fondo del paragüero que nadie osará confundir con una papelera, una mirada lo mantendrá en su sitio. Llega el momento de dar cuerda al reloj de bolsillo, oprimido entre los repliegues de una barriga fláccida, y ya puede abrirse la ventanilla, frente a la que un comerciante solícito y por lo tanto nervioso (se le está echando encima la hora de abrir y sigue esperando el inevitable sello) habrá comenzado a desesperarse a la vista de semejante lentitud.

 

***

Hoy se ha dado cuenta de que estoy al tanto de su rutina. A la salida de la oficina ha girado la cabeza discretamente un par de veces y ha enarcado una ceja, sorprendido. ¿Temerá acaso que se conozca el origen de su paraguas? Sus pasos cortos lo alejan de la ciudad, consigo mantener la distancia, mis avance es ahora tan desgarbado como el suyo. Un instinto primario guía su ascensión, zigzaguea hacia la ermita de Santa Bárbara; más que huir, busca refugio en la cima a la que el pueblo acude en romería un par de veces al año. Chapotea los charcos de la última tormenta. Me ha visto. Ya no le importa ponerse perdido el bajo del pantalón, él, siempre tan cuidadoso. Mantengo la distancia. Se aleja, no importa; el camino se estrecha y la huída ya no tiene vuelta atrás, a un lado se extiende el manto tupido de plantas rastreras, al otro, el desnivel del barranco es un riesgo inasumible.

Solo deseo hablar con él, advertirle que el paraguas que abraza ahora fue un día mi paraguas, lo dejé olvidado, nunca abandonado, sobre la repisa de la ventanilla a la que se asoma cada mañana, una vez que mi jefe necesitó presentar una instancia para la pertinente reducción del tipo fijo del impuesto de tráfico de empresas, y él se lo apropió sin ningún recato, en cuanto comprobó que yo había salido del edificio.

En un recodo del camino me topo con él. Me está esperando, me señala, amenazador, con el paraguas. Se mantiene en guardia, flexiona las rodillas, el brazo izquierdo hacia atrás, doblado en ángulo recto, y el brazo amenazador en posición horizontal, firme, dirigiendo hacia mí el estoque forrado de tela que esconde los cuadros verdes y blancos de sus desvelos. Y de los míos .

Un golpe de viento revuelve el faldón de su gabardina, libre como la vela de un barco, y el periódico cae al suelo, se liberan las noticias de los pliegues del bolsillo, se arremolinan cuando un estruendo seco me hace caer al suelo, inconsciente.

Llueve cuando despierto. El viento ha cesado y huele a quemado. Me ayuda a incorporarme una incertidumbre borrosa, y, temiéndome lo peor, no me atrevo a mirar hacia arriba. Mi enemigo permanece en pie, como los conquistadores de antaño en las estatuas que los inmortalizaron. El rayo ha fijado la figura inerte del garante del Sello de los Huérfanos del Cuerpo de Habilitados de la Comisaría de Abastos, cuya mirada se pierde en el horizonte.

No ha soltado el portaestandarte de su honor, permanece seco pese al aguacero que a mí me ha dejado empapado, y su brazo sigue firme aunque no rígido, de manera que tomo su mano dócil y consigo recuperar mi paraguas. Me mira, abre la boca, ladeada ahora al amparo del bigote chamuscado y farfulla unas palabras.

Toma el pendón de sinople raso y plata, emblema del amor, de la juventud, de la belleza, insignia que un día abandonó tu desamor y que mis paseos enaltecieron. Tuyo es, la naturaleza se ha aliado contigo, te has ganado su favor.