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Un escalofrío en la oscuridad Un escalofrío en la oscuridad

Un escalofrío en la oscuridad

Por Gonzalo Montón

Desde siempre me ha gustado la fotografía y, como ya llevaba un tiempo que no practicaba con mi cámara réflex, se me ocurrió que Ella y yo nos podríamos permitir una escapada de fin de semana a alguna ciudad cercana y, de paso, explayarme disparando fotos en un lugar desconocido; además, sería una buena ocasión para enmendar mi falta, para restañar las heridas que le causé por culpa de un reciente desliz mío, aunque Ella me aseguró que ya me había perdonado.

Unos antiguos vecinos nuestros ya mayores nos hablaban mucho de Teruel, su tierra natal; incluso nos habían contagiado algunas de sus palabras raras y graciosas, como zaforas, laminero o ababol.  A menudo nos describían con pasión la belleza de sus torres mudéjares, sus viaductos y su acueducto, su liliputiense tótem taurino, sus leyendas medievales y sus edificios modernistas; y, cómo no, su intenso frío en los inviernos.

Nos coincidían dos días libres en el trabajo a mediados de junio, así que reservé una habitación para una noche en una antigua pensión barata, cómoda y céntrica en aquella pequeña ciudad aragonesa. La Fonda del Tozal, creo que se llamaba, y se hallaba escondida en una replaceta casi en lo más alto de la ciudad. Tras alojarnos, pasamos el día tan felices recorriendo el casco antiguo y visitando algunos de sus monumentos como dos turistas más, disfrutando de los lugares que nuestros ancianos vecinos nos habían sugerido visitar.

Y por la noche, después de cenar, decidimos tomar una copa en el bar de la planta baja de la fonda. Ella llevaba puesto un ligero vestido estampado de flores azules y un fular amarillo que yo le había regalado. Según nos dijo el camarero, en otro tiempo el lugar había sido utilizado como cuadras para albergar a las caballerías de antiguos viajeros alojados en la posada.

Tan solo encontramos a algunos parroquianos charlando en la barra y una mesa de tahúres concentrados en sus cartas, así que nos pusimos a observar los antiguos e insólitos aparejos que decoraban el lugar. Como llevaba la cámara colgada del cuello y el local estaba casi vacío, tiré algunas fotos de todo ese abigarramiento de antiguallas desperdigadas por doquier, donde sartenes y cacerolas de diversos tamaños, tinajas, llaves, candiles, maletas, radios y escapularios pendían de clavos en las vigas de madera, en el techo y en las paredes recubiertas de yeso y rojizos ladrillos caravista. Bajo una luz macilenta, las misteriosas puertas, ventanas y claraboyas conferían al lugar un aura de encantamiento que nos trasladaba a otra época.

De repente, empezó a entrar un tropel de gente al bar, vendrían de una cena de empresa o celebrarían alguna despedida. El caso es que sin darnos cuenta nos vimos inmersos en aquella algarabía fiestera y los dos comenzamos a beber y a charlar con ellos como si nos conociéramos de toda la vida. Después de un rato, Ella se dejó enredar por un hombre alto y guapo que decía ser poeta; a mí me cogió por banda un tipo con gafas que frisaría los sesenta, colgando también del cuello una cámara de fotos. Me dijo que era profesor de instituto y que una de sus aficiones consistía en congelar el tiempo con una caja mecánica de luz.

En cuanto conseguí librarme de aquel fotógrafo tan pelmazo —llevaba un rato que no paraba de repetirme la conocida teoría sobre el instante decisivo—, giré la cabeza de un lado a otro buscándola con la mirada, en aquel bar abarrotado de gente, pero Ella había desaparecido. Me adentré en la muchedumbre agitada y vociferante, y recorrí todo el local varias veces sin éxito, cuando de pronto, en una pared de la entrada, se iluminó un discreto ventanuco que daba a las escaleras por las que se accedía a la pensión, en la planta de arriba; y distinguí fugazmente, a través del pequeño tragaluz, un pedazo rectangular de aquel vestido estampado azul que Ella llevaba. Me dio por pensar que se estaba escapando a nuestra habitación, seducida por el poeta extravagante; querría pagarme con la misma moneda, como venganza por mi reciente error.

Reconcomido por unos celos repentinos, decidí seguirlos para impedir ese disparate. A empellones logré salir del bar con la intención de alcanzarlos. Por suerte, la puerta de la posada estaba entreabierta, porque nuestras llaves se las había quedado Ella. Me lancé escaleras arriba y de repente se apagó la luz, por lo que comencé a avanzar a tientas, perdiéndome en un laberinto de pasillos inclinados y recias puertas de madera. Quise encender la linterna del móvil para localizar el interruptor de la luz, pero qué tonto, me había quedado sin batería cuando más lo necesitaba. Solo y perdido en la oscuridad, sentí un escalofrío al escuchar jadeos en una de las habitaciones. Disparé varias fotos en automático, aprovechando los fogonazos del flash de la cámara para comprobar si el número de la habitación coincidía con el de la nuestra. Pasados unos segundos, recapacité y decidí volver al bar; ya vendría Ella cuando quisiera. Pedí un botellín de cerveza y salí a la calle, abarrotada también de grupos que hablaban y fumaban sin parar. Me asomé a un callejón y entre un grupo la distinguí, sonriente y parlanchina, con su vestido estampado y su fular al cuello. Cuando me devolvió la mirada y vio mi cara angustiada por su ausencia, me espetó con una sonrisa:

—¡Pero mira que eres ababol, cariño, si llevo aquí todo el rato charrando con esta gente tan maja!

Y me sentí frente a Ella como un ababol, un inocente que no se ha enterado de qué va el cuento. Un rato después decidimos irnos a acostar. Demasiadas cervezas y demasiado tarde, pues era nuestra única noche allí.

A la mañana siguiente, cuando salimos a la calle, el bar estaba cerrado todavía. Cargados con las bolsas de viaje, nos dirigimos hacia nuestro coche, que estaba aparcado muy cerca, cuando al cruzar una plaza arbolada nos invadió el intenso aroma de unos tilos en flor; la dulce fragancia flotaba en el aire logró que restase importancia a mis sospechas. Después, sin desayunar, emprendimos el regreso a nuestra ciudad.

Lo cierto es que ni Ella ni yo dijimos una palabra durante todo el viaje de vuelta. Solo cuando llegamos a casa le pregunté si se lo había pasado bien en nuestra escapada. Ella me respondió con una sonrisa ambigua y burlona mientras se quitaba la ropa para ducharse. Entonces reparé en el chupetón que llevaba en el cuello y que hasta ahora había ocultado con el fular que le regalé. Cómo podía ser que fuera mío, que le hubiese durado tanto tiempo, si desde hace un mes apenas nos habíamos rozado, desde el estúpido desliz que tuve con una compañera del trabajo… Sin embargo, fingimos que en aquella escapada a Teruel no había pasado nada.