Síguenos
El fin del mundo me pilló en casa El fin del mundo me pilló en casa

El fin del mundo me pilló en casa

banner click 236 banner 236
Ana I. Gracia

El día del fin del mundo se fue la luz de casa, eso creía yo, antes de salir al trabajo. Me pilló en mitad de una entrevista online. La imagen de la persona con la que hablaba se congeló. Me escribió excusándose en que se le había ido la luz, pero mi ordenador ya no estaba enchufado a la red. Qué casualidad. Ella estaba en Málaga y yo en Madrid.

Los plomos estaban arriba y escuché conversaciones en el descansillo. Era la luz del edificio la que había fallado. El móvil aún funcionaba y me entraron mensajes de personas queridas en Madrid, en Andorra, que preguntaban si teníamos luz. Otro decía que se había ido “en toda España y Portugal”. Apagué el bluetooth y puse el móvil en modo ahorro.

No tenía comida hecha, de nada me servían las pechugas de pollo que guardaba en la nevera. Saqué el gazpacho y me preparé un sandwich. A las 13.15 me quedé sin conexión a Internet, ahora sí que estaba completamente incomunicada. No encontré la radio a pilas que usaba hace años, igual la tiré en alguna mudanza.

A las tres de la tarde tuve internet durante unos segundos, suficiente para que me entrara un mensaje que me advertía de que quedaba suspendido el trabajo de la tarde. Y menos mal. El metro dejó de funcionar y los taxis no salían. Tenía, de media, dos horas andando hasta la oficina.

El ordenador se quedó sin batería. Me eché la siesta pensando en que, al despertar, se habría hecho la luz. Ilusa. Como no tenía con quién hablar por whatssap, a las cinco de la tarde salí a ver qué me encontraba fuera. Al llegar a la esquina, vi que no funcionaban los semáforos y confirmé que era algo más general, pero no sabía cuánto.

Llevaba dinero efectivo encima por casualidad. La gente a mi alrededor andaba nerviosa y tranquila. Seguían oyéndose cosas en las conversaciones: “media Europa”, “nucleares”, “ciberataque”.

Me paré en el puesto donde venden flores porque escuché la radio. Ahí me enteré de que el presidente del Gobierno iba a comparecer. Me fui sin escuchar a Pedro Sánchez, que retrasó su aparición.

Crucé un par de avenidas grandes y había alguien ordenando la situación. Iban en vaqueros y chaleco reflectante, pero los conductores le hacían el mismo caso que a los agentes de movilidad. Todos los coches se paraban en los pasos de cebra y cedían el paso a los peatones sin que nadie lo ordenase.

Entré en la ferretería, pero ya no le quedaban radios ni pilas ni linternas. Habían fiado la mitad de la mercancía, que entregaban simplemente apuntando en un papel los nombres de los agraciados y a cuánto ascendía la factura. ¡Viva el mercado local!

En la caminata que alargué durante toda la tarde el espacio se presentaba enormemente cívico y colaborador. Había algo relajadamente festivo e inquieto en el ambiente. Vi cosas bonitas, como un coche aparcado con las ventanas bajadas y la radio a todo volumen. Había alrededor de él al menos veinte personas. Me crucé con gente a la que le funcionaba el teléfono y que lo ofrecía a otra, por si podía conectar con sus hijos o con quien necesitara. Niños con patines, con la bicicleta. Nadie se entretenía con el móvil.

Entré al supermercado a por una barra de pan, solo quedaba una bolsa con tres molletes. Subí los cinco pisos a pie. En casa no hubo electricidad ni conexión de ninguna clase hasta las 22 horas. No abrí el congelador, por si acaso.

Cuando volvió la electricidad estaba casi dormida. Me despertaron las voces de mis vecinos, que se asomaron a la ventana a celebrarlo como si hubiéramos ganado el Mundial de fútbol.

El aprendizaje del apagón es claro: que todo el mundo era consciente de la situación y colaboraba. Que hay que tener siempre dinero en efectivo. Que las pilas y la radio las conseguimos en el barrio, no en Amazon. Que las frutas y las verduras son más importantes que la carne: se pueden comer crudas. Y que no nos falta tiempo: las redes sociales nos lo roba.