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Ese diez por ciento Ese diez por ciento
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Juan Vicente Yago

Informan de una encuesta, de un estudio, de una investigación, de una pesquisa demoscópica realizada sobre o entre la gusanera urbanita cuyo resultado manifiesta que noventa de cada cien españoles piensan que la inteligencia de artificio no podrá nunca sustituir al profesorado vivo.

Alborozo entre los encuestadores, los estudiosos o los investigadores que han retratado la opinión pública en este campo; contento y satisfacción porque, al parecer, el humano sigue inspirando a la sociedad mucha más confianza que la máquina.

Se ha visto, en esta investigación, el vaso casi lleno, como realmente lo está; se ha considerado la cosa un motivo de optimismo, como no puede ser de otro modo, aunque no es algo definitivo, ni mucho menos terminante o completo, habida cuenta de que un clamoroso diez por ciento de los encuestados -y perdóneseme lo puntilloso y repuñetero- está convencidísimo de que la enseñanza sería la misma si la IA sustituyese a los profesores.

No es corto número, un diez por ciento de la gigantesca y desorientada caterva; y ahí es, precisamente, donde huele uno la noticia, la relevancia, la significación y la trascendencia del asunto de la encuesta. Un diez por ciento es una parte pequeña pero en absoluto desdeñable de la caterva; y según se mire, lo mismo puede ser una porción residual y menguante como inicial y pujante. Los últimos o los primeros de cada cien, y sólo en el primer supuesto cabría el optimismo.

El segundo, en cambio -y esperemos que no sea el caso-, cubriría el horizonte de negros cumulonimbos. Nada menos que un diez por ciento ya de mentes obtusas, de cabezas de chorlito en las que no chirría, ebrias como están de cine fantasioso, la terrorífica estampa de una máquina formando a la sociedad futura, cuando una máquina no da ni podrá dar nunca ejemplo ninguno, ni transmitir lo genuino que no tiene ni puede tener.

El pragmatismo está desmadrado, y ejerce su tiranía incluso en parcelas que no le corresponden. Cunde a tontas y a locas el trampantojo de que la electrónica, el maquinismo es la panacea, de que una tecnología que allega cantidades ingentes de casuística es una tecnología que aprende sola e incluso puede llegar a tener autoconciencia y sensibilidad.

Es una deformación, un espejismo, una extensión imposible de otras utilidades prácticas como el blockchain, que podrá sustituir en breve a los notarios y a los registradores de la propiedad; o un crédito ingenuo que se ha dado a las películas futuristas en que los ordenadores y los humanos dialogan de tú a tú, y al efectismo falaz de la domótica en que los electrodomésticos conversan con sus dueños.

No acaba de saber uno si le resulta más triste ver al prójimo hablando con la mascota o con el robot que le conecta la tele y el aire acondicionado. Está el mal en que no se distinguen unas cosas de otras; en que se pone todo en el mismo saco; en que no se ve la diferencia, respecto a la informática, entre la fe pública y la protocolización que da el notario en papel de barba y la transmisión de conocimientos y valores.

Comprobar que un dato no contraviene la ley, consignarlo en papel timbrado y garabatear al pie un bodoque de medio metro es algo que puede hacer mejor y con más garantías un programa informático; pero enseñar una materia poniendo en juego la emoción, instruir y contagiar al mismo tiempo amor al conocimiento, inspirar admiración, emulación y altruismo son esferas que, por exclusivamente humanas, no puede alcanzar la máquina.

Es un hecho palmario, irrefutable, y sin embargo un inmenso diez por ciento del vulgo, de la masa rebelada no es capaz de comprenderlo. Ese diez por ciento es la noticia, lo llamativo y, casi, lo escandaloso. Ese diez por ciento de alucinados que habitan la pesadilla cuántica, la psicodelia electrónica en que lo humano se reduce a lo digital, en que no hay espiritualidad ni verdadero entusiasmo. Ese diez por ciento es más preocupante que la guerra comercial.