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Contraprogramar

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Javier Silvestre

La Real Academia de la Lengua define la contraprogramación como la “estrategia televisiva que consiste en modificar de manera sorpresiva la programación anunciada para contrarrestar la de la competencia”. Es una práctica que se puso en marcha en nuestro país cuando aparecieron las cadenas de televisión privadas y que alcanzó tal voracidad a finales de los años 90 que tuvo que ser regulada.

Resultaba imposible ver nada en televisión porque las cadenas eran capaces de modificar sin previo aviso y con sólo unas pocas horas de margen, lo que había anunciado en parrilla por cualquier otro contenido con un único objetivo: destrozar a la competencia. Era una argucia habitual que utilizaba la táctica del copia/erosiona para arañar espectadores y desgastar al formato rival.  

Un ejemplo: El exitoso Queremos saber que presentaba Mercedes Milà en Antena 3 Televisión en 1992 llegó a enfrentarse a 12 formatos diferentes en las cadenas de la competencia. Tuvo que mediar Bruselas, con una directiva europea, para que se aprobase la llamada Ley de Televisión Sin Fronteras, que regulaba desde la publicidad, a los contenidos de protección infantil y, cómo no, la erosiva contraprogramación.

Aunque el texto legislativo es de 1994, tardó más de cinco años en entrar plenamente en vigor (y una década a base de multas para ser realmente respetado por las cadenas). Ahora, en 2020, nadie se salta esta ley: prohibidos los anuncios que engañan al espectador; prohibidos los contenidos que dañan a los menores en según qué franjas horarias y prohibidos los cambios de programación hasta 72 horas antes de la emisión.

Sin embargo, el viernes asistíamos en todas las televisiones a una escenificación de la contraprogramación televisiva de las de antaño, de las prohibidas por ley. Pero no fueron los directivos de las grandes cadenas los responsables en esta ocasión sino, paradójicamente, aquellos que nos gobiernan, los que dictan la ley. 

No es que sea la primera vez que los políticos juegan a contraprogramarse para ensombrecer al rival ante los medios de comunicación. Los cierres de campaña o las noches electorales suelen ser terreno abonado para usar estas estrategias, pero incluso en estas ocasiones se respetan unas normas no escritas que permiten colocar nuestro mensaje, eclipsando al contrario pero sin ánimo de aniquilarlo.  Al ciudadano realmente le da igual quién sale antes o después a saltar en el balcón de Génova o se sube al escenario improvisado frente a Ferraz. “Son chascarrillos de juntaletras”, que diría una amiga. El problema viene cuando se intenta colocar un mensaje aplastando al rival y más aún cuando esto ocurre con temas que tienen que ver con nuestra salud. La guerra mediática entre Moncloa y el Gobierno de la Comunidad de Madrid es lo más parecido a esta tele zafia que agredía constantemente al espectador en los 90. En esta semana hemos vivido una gran gala de arranque de temporada (con sus banderas y estrellas invitadas), un avance de programación en toda regla (con reuniones bilaterales en todas las franjas horarias) y una contraprogramación final que ha dado al traste con la credibilidad de todas las cadenas implicadas. 

Al igual que las televisiones no entendieron que había que respetar la Ley de Televisión Sin Fronteras hasta que les tocaron el bolsillo a base de multas millonarias, los que nos gobiernan seguirán sin respetar al ciudadano hasta que no les castiguemos cuando vayamos a votar. Sería algo edificante de no ser porque todos estamos concursando en un gran reality mundial que se lleva un centenar de vidas cada día, mientras los amos de las cadenas sólo piensan en contraprogramar.