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Eternos cabreados Eternos cabreados

Eternos cabreados

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Javier Silvestre

Se les reconoce fácilmente. Además de tener muy marcadas las arrugas del entrecejo, tienen un color tirando a verde ceniza. Su mirada suele ser sombría y siempre hablan un tono por encima del resto de los mortales. Son los eternos cabreados. Una especie que, lejos de estar en peligro de extinción en la sociedad del bienestar en la que llevamos instalados desde hace 40, amenaza con volverse una pandemia. 
Se les puede encontrar en cualquier estrato social y en cualquier hábitat. Se adaptan con extrema facilidad a los entornos hostiles y su voracidad parece infinita. Aprovechan cualquier coyuntura para erigirse como especie supremacista y minusvalorar al resto de seres vivos, a los que consideran inferiores por no darse cuenta de la realidad que les rodea y por no vivir, como hacen ellos, en un estado de constante malhumor.
Hay veces que, según la distribución geográfica, pueden lucir distintivos que les idenfican rápidamente, como lazos amarillos, mechones de pelo lila o pulseras con todo tipo de banderas. Otras veces, sin embargo, tan sólo hace falta agudizar el oído para identificarlos: su tono de voz elevado, su aplastante convicción en lo que dicen y cierta afonía tras días de incansables quejidos les hace fácilmente reconocibles. 
Son caníbales. Se alimentan de los miembros de su propia especie para coger fuerzas y crecer. Buscan reproducirse mediante la diseminación de esporas a través de bulos en las redes sociales. Y su ciclo vital parece no tener fin hasta la desaparición física del individuo. Les gusta colonizar a otras especies como el eterno pasota o el eterno indeciso. Intentan convertirlos y, en caso de no conseguirlo, su fracaso alimenta aún más su condición de eterno cabreado. Han convertido el enfado constante en una razón de ser. El sentido de su vida no es otro que constatar lo mal que va todo y advertir de que todavía puede ir a peor.
Para evitar caer en sus redes no existe una vacuna. Tampoco interesa demasiado buscarla porque los eternos cabreados suelen ser ciudadanos escorados que jamás cuestionarán nada desde la claridad que ofrece el sosiego. El problema llega cuando una persona cercana se transforma en miembro activo de esta especie y todo cambia a su alrededor. Las reuniones con amigos se convierten en sermones, las charlas familiares en mítines ideológicos y los paseos al aire libre en quejidos hasta por la calidad del aire que se respira.
El eterno cabreado no entiende por qué el resto de personas no están tan indignados con la vida como ellos y eso les enfada aún más. Han olvidado disfrutar de la vida porque alguien tiene que tener la culpa de todo lo que ocurre. Y todo lo que ocurre es malo, claro. Para colmo, se pierden los mejores momentos de la vida porque su misión es salvar al mundo de los enemigos que acechan y sólo tratan de destruirlo todo.
El eterno cabreado tiene un punto de razón. Pero sólo un punto. Porque si bien es cierto que ser crítico, cuestionar las cosas y no ser conformistas son atributos positivos, pasarse de frenada no lo es tanto. Nadie tiene derecho a quitarnos el derecho a estar de buen humor, a saborear las cosas buenas que tiene la vida, a disfrutar de lo que nos rodea en cada momento. No somos peores personas por ser felices. Cabreémonos cuando toque. Pataleémos si lo creemos necesario. Pero sonriamos y disfrutemos también. Porque del eterno cabreo, se lo digo yo, también se sale.