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Un ‘trocico’ de mí Un ‘trocico’ de mí

Un ‘trocico’ de mí

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Javier Silvestre

Se llama Nati. Y como adivinarán, para mí, es la mejor de las madres. Hace 41 años que nos conocemos y, como suele pasar en la vida, en todos estos años nos hemos ido descubriendo el uno al otro. Porque no quiero imaginar cómo debe de ser la sensación de que, tras dar a luz, te pongan en el pecho a un bebé y te digan: “Tome, a partir de ahora esto es suyo… ¡suerte!”.
Mi madre siempre me recuerda cómo fue mi parto: que fui lento hasta para sacar la cabeza y que encima casi me ahogo con tres vueltas del cordón umbilical al cuello. Cuando me dejaron sobre su regazo le invadió una sensación extraña. Una mezcla de amor, miedo, incertidumbre y sorpresa. Ya no había vuelta atrás. Ese ser totalmente desvalido iba a estar ahí a partir de ese momento y ¡para siempre! E iba a necesitarla a cada instante desde entonces. Y también cuatro décadas después...
Yo no sabría decir cuál es el primer recuerdo que tengo de mi madre porque siempre ha estado ahí. Quizás sea meterme en su cama y oír la sintonía de Hora 25 en la Cadena Ser o escucharle recitándome el poema Anoche cuando dormía de Antonio Machado. ¡Qué selectiva es la memoria! Recuerdo que me limpiaba las manos y las rodillas cuando me pasaba de valiente en la rampa del parque; que me acurrucaba cuando tenía miedo pensando en el hombre lobo; cómo me miraba henchida cuando le mostraba orgulloso una medalla ganada en la Moratilla y también su cara de enfado cuando echaba a correr por el pasillo tratando de esquivar su mala puntería. 
Yo desde pequeño tenía bastante desparpajo delante de los micrófonos. Y en el colegio me eligieron para hablar sobre unos talleres que hacíamos los alumnos del Victoria Díez de entre 5 años (que era mi caso) y los que tenían 14. Hicimos una ronda de entrevistas en la radio. Y en una de ellas me preguntaron qué quería ser de mayor. Mi respuesta fue tan tajante como sorprendente: “Quiero ser Superman para casarme con mi madre y no morirme nunca...”.
Y es que para un hijo que sueña con ser un super hérore, su madre es la mayor de sus heroínas durante toda su niñez. Pero lo es todavía más cuando se convierte en adulto. Porque entonces la madre pierde su condición de divinidad y pasa a reencarnarse en persona: con sus fallos, con sus problemas, con sus miedos y con sus superaciones diarias. Es ahí cuando entiendes qué es una madre en toda su grandeza: cuando en su fragilidad demuestra la fortaleza que tiene dentro.
Mi madre es una mujer indómita, una luchadora que ha perdido muchas batallas pero ha ganado las guerras decisivas, una devoradora de libros y un pozo de sabiduría que siempre sorprende con un dato que sólo ella tiene almacenado en su inmensa red neuronal. También es, a su vez, una persona que dice ser frágil, que ha tenido miedo de vacunarse, que ha deseado haber hecho una maleta y perderse lejos en más de una ocasión, que plasma sus reflexiones más profundas en miles de notas de papel que tengo que destruir cuando ya no esté. Pero Nati es así... y yo soy parte de ella.
Como suele decir siempre que puede mientras me come a besos: “Eres un trocico de mí...”. ¿Puede haber algo más bonito y más cierto? No lo creo... Así que hoy, permítanme que haya sido Nati la protagonista de esta columna en la que ella siempre está presente, como prácticamente todo en lo que hago. A todas las Natis. A todas las madres. Te quiero mamá.