

No me extraña nada que algunos altos funcionarios del Gobierno español presuman de que, ahora, nuestro país está mucho mejor que Francia. La tremenda inestabilidad del Gobierno de Pedro Sánchez no es nada en comparación con el tsunami que vive el país vecino, abocado quizá a la convocatoria de unas elecciones anticipadas que seguramente ganaría nada menos que el Frente ultraderechista de Le Pen.
Mi familia francesa vive en medio de una gran preocupación: el estado de bienestar, que es el arquitrabe de la existencia de nuestro vecino del norte, tan acostumbrado a vivir bien, se tambalea. La sombra de la agitación social amenaza por las esquinas y las fuerzas políticas de ese gran país están dando todo un ejemplo de falta de patriotismo y de sentido común.
Más o menos como aquí, dirá alguien. No. Lo cierto es que realmente la situación gala es bastante peor en estos momentos, con la amenaza populista invadiendo todo el escenario. Las alianzas tejidas por Macron, que despreció al ganador de las últimas elecciones, no han funcionado. Y ni los conservadores moderados, ni los centristas ni la izquierda, desde los socialistas a los insumisos de Melenchon, están sabiendo cumplir su papel. Así que los extremistas antieuropeístas creen que ha llegado su hora.
Me cuentan que Macron, sin duda un estadista, pero que no ha sabido gerenciar bien la crisis interna que vive Francia desde hace un lustro, está harto. Falto de ideas y de reflejos, visiblemente desmejorado, indignado por algunos rumores vertidos sobre su esposa y sobre él mismo. Pero él es la última baza que le queda a Francia antes de desperñarse por el barranco del extremismo de derechas.
Me preocupa mucho lo que pueda ocurrir con el vecino del piso de arriba. No solamente por motivos familiares y porque admiro profundamente Francia desde que, por primera vez a los doce años, visité el país, que entonces, para quienes vivíamos la pesadilla del franquismo, era el paraíso de las libertades, un sueño inalcanzable en la Península Ibérica. Hoy el esquema ha variado: quizá Francia incluso nos mire, contemplando datos macroeconómicos y la aparente tranquilidad política interna (aquí dentro ya sabemos que no es tal, ni mucho menos), con cierta envidia. Como nosotros les mirábamos no hace tantos años, cuando el chovinismo gaullista y el endiosamiento de Mitterrand.
Me parece que es preciso que nuestros gobernantes, los del Gobierno y los de la oposición, se fijen muy atentamente en lo que está ocurriendo en un país con el que tantas concomitancias, lazos, historia e intereses compartimos. Francia debe ser nuestro principal aliado -bueno, junto con Portugal y quizá Alemania- y cualquier convulsión allí hará bueno aquello de que, cuando Francia estornuda, España pilla una pulmonía. No, yo no quiero un vecino ‘ultra’ en el piso de arriba, no quiero ruidos excesivos en la vecindad. Alegrarse de la debilidad francesa, como he escuchado a más de un insensato en las últimas horas, sería un auténtico despropósito. Abrir la botella de champán (francés) porque ahora ellos están peor que nosotros, un disparate.
Hemos de querer una Francia fuerte, esa cuna de la democracia y de la cultura a la que siempre hemos admirado: es una valla protectora para nuestra propia democracia, a veces tan amenazada por la acción de nuestros representantes.
Ya hemos perdido el viejo modelo estadounidense y nos hemos enfermado de un malsano escepticismo sobre la marcha de Europa: déjennos al menos a Francia como referencia. Que los ineptos que solo piensan en la ‘grandeur’ no acaben con un país que fue, y es, realmente grande. Vive la France, pero ‘esta’ France.