

EFE
Dicen que cuando una persona pasa hambre, su cuerpo se convierte en su peor enemigo. Llevándolo a un escenario más mundano, no es raro escuchar en los colegios, de la boca de los profesores, que la ‘peor’ hora para dar clase es justo el momento de antes del recreo, porque los niños quieren comer, porque no ven el momento de llevarse algo a la boca y no son capaces de prestar atención.
Probablemente, piensen, ante su impaciencia, que los minutos no pasan. Son niños, hay cosas que todavía no entienden.
Aún así, nadie, o, al menos, nadie en su sano juicio, se atrevería a dejar a un niño sin comer. No hay llanto más amargo que el de un bebé pidiendo comida. El hambre, provoca fallo inmunológico, daños irreversibles en el hígado, el corazón o los riñones, y en el caso de los niños, además, retraso en el desarrollo del lenguaje, mayor dificultad para aprender, retraso, también, en el crecimiento e incluso reducción del coeficiente intelectual si el hambre es severa y crónica. No debería existir ningún desalmado en la tierra que impidiera a un niño llevarse algo a la boca. En Gaza, ahora mismo, no solo los niños se mueren de hambre, si no que cuando intentan llegar desesperados y con los ojos empapados de lágrimas a conseguir algo de comida en los enclaves de ayuda humanitaria, son bombardeados por Israel.
Ha pasado ya más de un año y medio desde que Israel intensificara su ofensiva contra Palestina tras los ataques de Hamás del 7 de octubre. Ya no queda lugar en Gaza que no sea objetivo de guerra. Ni los hospitales ni los colegios son lugares seguros. Un niño es capaz de entender muchas cosas, más de las que imaginamos, pero que ir a buscar un trozo de pan suponga arriesgarse a que te asesinen es muy complicado de comprender.
Tan difícil es que ni ministros ni diplomáticos, ni tan siquiera los gobernantes del resto de países que miran esta masacre son capaces de encontrar una explicación a por qué permitimos que haya niños acribillados de metralla mientras intentaban llenar su plato de comida fría.
Probablemente, piensen, ante su impaciencia, que los minutos no pasan. Son niños, hay cosas que todavía no entienden.
Aún así, nadie, o, al menos, nadie en su sano juicio, se atrevería a dejar a un niño sin comer. No hay llanto más amargo que el de un bebé pidiendo comida. El hambre, provoca fallo inmunológico, daños irreversibles en el hígado, el corazón o los riñones, y en el caso de los niños, además, retraso en el desarrollo del lenguaje, mayor dificultad para aprender, retraso, también, en el crecimiento e incluso reducción del coeficiente intelectual si el hambre es severa y crónica. No debería existir ningún desalmado en la tierra que impidiera a un niño llevarse algo a la boca. En Gaza, ahora mismo, no solo los niños se mueren de hambre, si no que cuando intentan llegar desesperados y con los ojos empapados de lágrimas a conseguir algo de comida en los enclaves de ayuda humanitaria, son bombardeados por Israel.
Ha pasado ya más de un año y medio desde que Israel intensificara su ofensiva contra Palestina tras los ataques de Hamás del 7 de octubre. Ya no queda lugar en Gaza que no sea objetivo de guerra. Ni los hospitales ni los colegios son lugares seguros. Un niño es capaz de entender muchas cosas, más de las que imaginamos, pero que ir a buscar un trozo de pan suponga arriesgarse a que te asesinen es muy complicado de comprender.
Tan difícil es que ni ministros ni diplomáticos, ni tan siquiera los gobernantes del resto de países que miran esta masacre son capaces de encontrar una explicación a por qué permitimos que haya niños acribillados de metralla mientras intentaban llenar su plato de comida fría.