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Mario Hinojosa

Todo cambia a mi paso, avanzo con la melancolía del funambulista que ya sólo es capaz de mantener el equilibrio sobre el fondo abisal de una fosa tectónica. En este momento, daría todo por conocer los secretos del río Jiloca y su timidez anémica ocultándose entre los campos amarillos de agosto; daría todo por entender la herida abierta del río Pancrudo en el imaginario de mi infancia, daría todo por descifrar los signos del engranaje íntimo que mueve esta provincia.

Me adentro en las fauces de esta picadora de carne que es el tiempo como si nunca hubiera dejado de buscar a Nastassja Kinski en Paris,Texas o a Cesárea Tinajero en el desierto de Sonora, y con la mirada fija, me quedo suspendido sobre una lámina de agua como el faquir que se tambalea. Y en esa desasosegante quietud aérea, un escalofrío me recorre el espinazo, y pienso en Chusé Izuel y su Todo sigue tranquilo, aunque tres avispas se encargan de romper esa calma y se lanzan de manera brutal y despiadada a por la piel artística de Carmen, que además de poner imágenes a estas crónicas, también se encarga de iluminar mi vida.

Y después de una huida honrosa, aunque con sus correspondientes efectos secundarios a modo de dolor recurrente e inflamaciones variadas, enciendo el GPS de la ficción, y reconstruyo ese ingenio del escultor José Azul, que como un batiscafo de serie B llevó a los estratos más profundos de un pantano el deseo del escritor Félix Romeo, una biblioteca sumergida para leer entre escamas y aletas. Una maravillosa boutade acuática que quedó inmortalizada por el cineasta Jonás Trueba. ¡Qué cosas pasan aquí! Me doy la vuelta, y como un heraldo de la insumisión regreso sobre mis pasos hacia Lechago. Ante la iglesia no puedo resistirme a sentir que estoy ante un refugio donde se construyen astronaves interplanetarias como diría Franco Battiato, y en un rincón de la Plaza Mayor me fijo en una placa dorada, la biblioteca de la localidad, esta vez en tierra, lleva el nombre de Félix Romeo.

Cuántos recuerdos atesora la gente de este pueblo que a su manera venció al principio de Arquímedes y a tantas cosas más por seguir en pie. Decidimos tomarnos algo en su honor, mientras, un grupo de mujeres juega al rabino, otro de hombres habla de la sintaxis de la vejez, y en una cochera abierta se leen libros y periódicos, y todo fluye en una armonía jovial y amabilísima. Da gusto estar allí, en ese momento, en ese lugar, sin preguntarse nada más, sin pretensiones, una sencillez telúrica, una exquisitez llena de palabras tiernas y sonrisas afectivas. Y veo un mensaje en el teléfono, tal vez esta tarde llegue Luis Alegre, y espero a que aparezca en cualquier momento con todo ese apellido contagioso que arrastra, como una estrella fulgurante de Berlanga, cantando a dúo el himno de Lechago con Miguel Mena, aniquilando cualquier tipo de tristeza.

Y cuando creo que no me queda nada por ver ni oír, asoma la polifacética María Jesús Soriano, para hablarme con una pasión inusitada del rincón de Félix, y de otros proyectos culturales que podrían haber salido de la cabeza del mismísimo André Breton, y de un mural pintado por un combatiente italiano, y de la magnitud de la guerra, y de ese fascinante bestiario escultórico de José Azul, y me señala una de sus piezas que me mira como el Axolotl de Cortázar y parece decirme: “Ahora ya eres uno de los nuestros”.