

Llega un día en el que dejas de tener dos meses de verano. Lo abordas sin darte cuenta e intentas no darle más dramatismo del que ya tiene, pero, a partir de ese momento, ya nunca vuelves a tener 60 días libres de preocupaciones. Las angustias crecen a un ritmo directamente proporcional al número de años que cumples, pero es en verano cuando más evidente se hace la brecha entre los sosegados y desasosegados.
A la playa ya no vas una semana, sino solo un par de días; cada vez es más difícil encontrar un día para despertarse tarde y no hablemos de quedarte una mañana sin hacer nada. Imposible. Dejamos para vacaciones acciones cotidianas que ya no nos da tiempo a hacer en el día a día. Así es la vida, el verano es un lujo que vas perdiendo a medida que das la vuelta al calendario.
Precisamente, a aquellos que aún no han dado muchas vueltas, a los niños, es a quienes les debemos el verano. Aquellos que, un día de julio, no deberían tener otra preocupación que jugar en el parque. En los últimos días, hemos visto cómo los insultos hacia las personas migrantes se expandían a una velocidad alarmante. Vejaciones contra personas que vinieron a España a buscar una vida mejor. Esos señalamientos no empiezan en una barra de un bar, comienzan mucho antes y, por desgracia, quienes primero los sufren son los niños.
Si el verano pasado, la distribución de los menores migrantes daba lugar a todo tipo de comentarios racistas, este año, directamente, leemos en los medios de comunicación que han comenzado “cacerías” contra personas de otro país. Es lamentable, mucho más viniendo de nosotros, nietos de personas que tuvieron que migrar hace apenas 90 años.
En verano, los niños, sean de la nacionalidad que sean, tienen que preocuparse de ir al parque o a la piscina, nunca de sentirse señalados por quienes creen -sin pruebas ni datos- que son los culpables de la criminalidad en España. Niños que en verano no les dejan ir tranquilos al parque, simplemente, por la ignorancia de otros.