En el fondo de su ser, y mal que le pese, añora aquel frío inclemente que invitaba a hacer las cosas deprisa, deprisa, para volver cuanto antes al refugio del cuarto caldeado, donde el ritmo de la vida volvía a su ser natural. Aquel ambiente helador era el propio de la época invernal, nada fuera de lo común, algo tan rutinario como fugaz en cuanto uno se resguardaba. La nieve, por otra parte, no solía faltar a su cita y con ella también llegaban las ensoñaciones y los paisajes desfigurados por un tiempo y que invitaban a la felicidad porque sí.
El viento, la helada, la tiritona ocasional, fueron compañeros de muchos días de Navidad que se presentaban para recordar la fuerza de los elementos a la hora de conformar el estado de ánimo, un tanto proclive por entonces al recogimiento al amparo de los más queridos, de los más cercanos.
De aquel entonces quedan las sensaciones, la memoria física de lo placentero, que lo había entre tanto medioambiente hostil. Se fueron las nieves, casi las heladas y solo el viento recuerda de vez en cuando que el tiempo es una sucesión de días emocionantes aunque no se sea plenamente consciente de ello. Del presente queda la inevitable comparación: las brumas actuales que solo invitan a la indolencia, al acurrucarse solo por instinto, a achinar los ojos para aclarar la mirada, a la morriña estúpida. Ya casi ni parecen navidades estos días.
Por mucho que la televisión y otros tantos oráculos informativos que hoy se utilizan se empeñen en ponernos en alerta ante imprevistos temporales que, salvo alguna excepción, cada vez son menos imprevistos, ese gélido ambiente que algunos vivimos en cuanto el sol de diciembre se escondía ya no han hecho acto de presencia. Produce cierto estupor el abuso de enormes bufandas, a la par que el lucimiento de grandes y mullidos abrigos cuyos portadores parece que estuvieran llamando a una nueva glaciación, en un afán de revivir esas sensaciones antes descritas que solo son nuestro pasado del que, salvo los cielos rasos que todavía pueden observarse, no queda prácticamente nada por mucha Navidad que se precie.
El viento, la helada, la tiritona ocasional, fueron compañeros de muchos días de Navidad que se presentaban para recordar la fuerza de los elementos a la hora de conformar el estado de ánimo, un tanto proclive por entonces al recogimiento al amparo de los más queridos, de los más cercanos.
De aquel entonces quedan las sensaciones, la memoria física de lo placentero, que lo había entre tanto medioambiente hostil. Se fueron las nieves, casi las heladas y solo el viento recuerda de vez en cuando que el tiempo es una sucesión de días emocionantes aunque no se sea plenamente consciente de ello. Del presente queda la inevitable comparación: las brumas actuales que solo invitan a la indolencia, al acurrucarse solo por instinto, a achinar los ojos para aclarar la mirada, a la morriña estúpida. Ya casi ni parecen navidades estos días.
Por mucho que la televisión y otros tantos oráculos informativos que hoy se utilizan se empeñen en ponernos en alerta ante imprevistos temporales que, salvo alguna excepción, cada vez son menos imprevistos, ese gélido ambiente que algunos vivimos en cuanto el sol de diciembre se escondía ya no han hecho acto de presencia. Produce cierto estupor el abuso de enormes bufandas, a la par que el lucimiento de grandes y mullidos abrigos cuyos portadores parece que estuvieran llamando a una nueva glaciación, en un afán de revivir esas sensaciones antes descritas que solo son nuestro pasado del que, salvo los cielos rasos que todavía pueden observarse, no queda prácticamente nada por mucha Navidad que se precie.
