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Elena Gómez

Mientras el mundo parece desmoronarse, la vida sigue. A pie de calle hay cosas que no cambian, incluso que empeoran conforme nuestra sociedad va degenerando en algo que los soñadores nunca quisimos. Y en esas estoy, dando vueltas al hecho de lo barato que sale hoy en día hacer daño al prójimo.
Cuatro años. Una condena escasa, casi irrisoria, para el joven que estuvo abusando sexualmente de su hermanastra, menor de edad, durante años. Soy consciente de que las pruebas periciales podrían no haber sido concluyentes para imponer una pena mayor, pero como mujer y ciudadana me cuesta trabajo pensar que una niña se suicidara por un hecho aislado. Quizá es mucho imaginar, pero mi sensación es que debió verse acorralada por la pasividad de quienes debieron ayudarla y ante unos hechos que igual no tenían pinta de acabar.
Por otro lado, me devano los sesos intentando encontrar una explicación lógica a la actitud de ciertos profesionales sanitarios que permitieron que un niño pequeño muriera de peritonitis después de haber sido llevado a urgencias en cinco ocasiones. Escudarse en el colapso de la sanidad por la situación de pandemia es un argumento infantil, descabellado y terriblemente doloroso. Todos sabemos que los problemas no están precisamente en pediatría, y que todo el que pasa por un servicio de urgencias se encuentra con una prueba para descartar el dichoso virus. Su abuela encontrará resarcimiento en la justicia, no me cabe duda, pero ella no recuperará a su nieto. Entre tanto, aquellos que omitieron su deber de auxilio y los responsables del buen funcionamiento de estos servicios, siguen a lo suyo, ni siquiera son capaces de pedir perdón.
Es fácil ser juez detrás de unas líneas de opinión, lo sé. Pero hoy me puede la desazón de ver cómo está desapareciendo, de forma inexorable, la empatía, el honor y la humildad. Nos movemos por impulsos egoístas, sin pensar en las consecuencias de nuestros actos. Si alguien es dañado en nuestro camino, lo abandonamos a su suerte y seguimos adelante sin mirar atrás. En un mundo obsesionado por los informes y las pruebas técnicas, donde son más importantes las razones del culpable que de la víctima, no queda lugar para la indulgencia.