Uno se viene arriba cuando, a través de la televisión, se le aúpan a la nariz imágenes tan esperanzadoras como la de aquel niño embargado por la emoción al recibir de sus padres una camiseta del Betis y un pase para toda la temporada.
Contempla uno la prueba fehaciente de que no todo está perdido en las generaciones venideras; ve uno secarse de raíz todas las dudas que, abonadas con pesimismo, le oscurecían la perspectiva; descubre uno el horizonte alegre de la sensibilidad colectiva que llega, del entusiasmo y el empuje que regresan tras el olvido en que, a fuerza de ausencia, iban cayendo.
¿Quién puede temer ahora la dejadez humana? ¿Quién dará crédito a los cenizos que anuncian una sociedad apática, un apocalipsis de indolencia y de molicie, habiendo niños que se conmueven por un obsequio mínimo?
Uno imagina, regocijado hasta la embriaguez, lo que puede significar para un chaval así el olfateo de un libro de texto, el tacto de un cuaderno a estrenar, la visión de una mesa repleta de instrumentos para escritura, brillante pradera del conocimiento y el provecho, y sólo puede rendirse a la evidencia de un futuro prometedor.
El espíritu de un tierno infante que se anega en lágrimas al verse dueño de una camiseta y un pase debe sobrecogerse necesariamente, debe llorar de felicidad cuando se percibe actor de la cultura; sucesor, siquiera en las primeras bregas y vigilias, de los grandes artífices de la ciencia; cazador de saberes.
Considera uno las inagotables reservas de fuerza interior que semejantes niveles de vehemencia revelan y se ríe uno de la voluntad mítica de Ramón y Cajal, de Thomas Edison y hasta del mismísimo Tesla.
Estas criaturas que hoy se deshacen llorando ante un pase y una camiseta serán los próximos acrecentadores del progreso humano; los artífices de la nueva Ilustración; auténticos veneros de racionalidad e inteligencia.
Y quien dice pase y camiseta dice gorra de Márquez, reloj de Alonso, entrada para Montmeló, autógrafo de Yamal o calcomanía de Mbappé. En la emoción infantil está el augurio de nuestro adelanto.
Así que démonos albricias unos a otros y desterremos la melancolía; porque aquel niño sollozante no está solo: es la punta del iceberg, la primicia de una nueva generación de almas elevadas.
