Empatía es la capacidad de una persona para ponerse en el lugar del otro y hasta la semana pasada una de mis virtudes. Ya no estoy tan segura. Estaba convencida hasta que vi cómo miles de británicos se agolpaban en las carreteras del país, primero y en las calles de Londres después, para cabecear delante del féretro de una reina, que según decían, encarnaba el sentido del deber y sirvió de barrera a la corrupción. Quién soy yo para poner en duda lo que la figura de Isabel II suponía para los ingleses (semejante acontecimiento me ha hecho dudar de mi empatía, no de mi prudencia) Pero si la vida le deja a una al margen de ese lazo humano de siete km que estrechaba tristezas y ensalzaba recuerdos alrededor del palacio de Westminster, si las lágrimas no le han nublado la vista por la admiración del regio ataúd, se ven algunos detalles llamativos.
Es prácticamente imposible saber a cuánto asciende la fortuna de la familia real británica. Las especulaciones de los investigadores se topan con la falta de transparencia protegida por ley desde que lo pidió la reina María en el año 1900 y con el complejo entramado que urden los bienes personales, los pertenecientes a la corona o al patrimonio público. Entre todos tejen una madeja enredada, casualmente o no, a prueba de paciencias humanas.
Dejando al margen al erario público inglés, asoman algunos cabos: La corona británica es la mayor terrateniente del mundo; posee 2,6 billones de hectáreas, es la propietaria de Regent Street, una de las calles comerciales más elegantes del mundo. Desde el año 1066 es dueña de las aguas que rodean el Reino Unido, incluidos ballenas, delfines y esturiones, y de los fondos marinos.
Las Islas Sorlingas o la pesca del salmón en Escocia, podrían ser títulos de novelas pero son solo otros de los derechos de esta familia real, cuyos súbditos, de cuestionarlos por algo, lo han hecho solo por sus azarosas vidas privadas. Si ellos no lo hacen, quienes solo creemos en los reyes magos, por lo menos nos preguntarnos si realmente vinieron de Oriente.