Síguenos
Excluidos Excluidos
banner click 244 banner 244
Fabiola Hernández
Martes por la tarde. Mi hijo me manda a mi móvil un gallo que sirve un líquido negro en una jarra de esas de las cafeteras con filtro de antes y pregunta: ¿Café? No me está invitando a compartir mesa y conversación, aclara, es un gift absurdo, una nueva tendencia.

Sábado por la mañana, comida familiar. La camarera se acerca contrariada porque esperamos la carta para elegir, y nos recuerda con poca paciencia que el que no escanea el código QR no come.

Lunes casi al amanecer. Intento, con absoluta urgencia, descargar mi vida laboral de internet y me veo obligada a navegar por un mar de aplicaciones e incluso a hacer mi primera videollamada con un funcionario, porque lo único que no puedo es personarme en la delegación de la Seguridad Social. Puedo, pero no me dejarán ni entrar, me advierten. No he cumplido los cincuenta y ya tengo problemas para no perder el ritmo de la carrera en la que, irremediablemente, todos nos quedaremos rezagados. Y eso que no he tenido que buscar trabajo a mi edad, mis vecinos no me machacan a ritmo de trap y vivo rodeada de jóvenes que me traducen (con más o menos condescendencia) los códigos del mundo actual.

El jubilado Carlos San Juan puso en marcha la campaña Soy mayor, no idiota protestando contra el trato discriminatorio de la banca hacia los ancianos y medio millón de firmas después, apenas ha arrancado unas promesas en un código voluntario de buenas prácticas. La Organización Mundial de la Salud ya alertaba en su Informe sobre el Edadismo de 2020 del impacto económico que tiene discriminar a los mayores. Si los argumentos monetarios no se han impuesto, bien sabemos que nada lo hará.

El envejecimiento de la población, considerado uno de los logros más importantes de la humanidad, se ha convertido en un problema al mismo ritmo endiablado al que baja la edad en el que la cirugía estética nos promete que podremos parar de envejecer. De momento, nos apretamos los cordones en la carrera y nos negamos a mirar a quienes se quedan boqueando en la cuneta, sin ser conscientes de que ya vamos rezagados.