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Manga corta Manga corta
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Raquel Fuertes

Hubo un tiempo en que las cosas eran tan sencillas que ser feliz, sin siquiera ser consciente, era fácil. Había un momento en el año que esperaba con auténtica ilusión: el primer día con manga corta. Empezaba el buen tiempo (nada comparable con los calozaros de ahora) y ese era un periodo tasado entre mayo/junio y primeros de octubre. Difícil era llegar al Pilar sin cazadora y cuello vuelto.

Recuerdo especialmente un jersey en perlé (los nacidos en este siglo pueden ver las características del tejido en alguna IA) que combinaba un azul cielo con detalles en blanco y creo que algún botón rojo. Ponerse aquel jersey significaba que ya faltaba poco para las vacaciones eternas, que iríamos a la playa los fines de semana y que los domingos tocaba ensaladilla rusa. ¿Se puede pedir más a la vida?

En esta semana de reencuentro con la rutina me decían algo que venía yo sintiendo en estos días: de tanto desear las vacaciones, al final pasaban tan efímeras que parecían un sueño. De hecho, lo he comparado con el espantoso final de Los Serrano (consultar en las mismas fuentes quienes no vieron la serie de Resines y compañía).

Generar demasiadas expectativas es siempre un error. Y parece que nos cuesta interiorizarlo. O sea, no maduramos sino que, incluso, involucionamos. No acabo de encontrar la raíz del error y me parece que la cosa va a más en los que nos vienen por detrás.

Este verano si no has ido en barco y no has tenido disco, fiestón y cala en Ibiza eres un auténtico pringao. Un tonto pobretón y perdedor con todas las letras. O eso, al menos, es lo que se deduce tras un paseo por un Instagram lleno de horas doradas (también conocidas como “atardecer”) en las que no importa ese momento introspectivo en el que te encuentras con la belleza del ocaso sino subirlo etiquetado con ubicación a la red sin que se vea que estabas rodeado por decenas de personas que impedían disfrutar sinceramente de ese momento especial.

¿A que antes era todo mucho más sencillo? Aquella manga corta que se estiraba dos o tres veranos (aguantaba varias crecidas) proporcionaba una alegría más auténtica y generaba unas expectativas mucho más accesibles y satisfactorias que el mundo extraño, hueco y digital en el que nos desenvolvemos hoy.