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Nuria Andrés

Decía Carlos Ruiz Zafón en uno de sus libros, que en los cementerios todo pervive. Todo sigue intacto en un inquieto descanso.

Pervivían los sueños incumplidos, los amores frustrados, los recuerdos, los llantos, los movimientos que nunca dio tiempo a ejecutar. Debe ser que ese es el único consuelo para los que quedan vivos. En el mes de julio, tocó hacer balance de las víctimas de violencia de género. Uno de los más dramáticos de la temporada estival y que muestra que aún queda mucho que hacer como sociedad y mucho que aprender como individuos. Siete mujeres murieron asesinadas a manos de hombres en el séptimo mes del año. Tres de ellas no habían llegado a cumplir ni 30 años. ¿Cuántas cosas les quedaban por realizar si apenas habían empezado a vivir?

Tras estas terribles cifras hay siete muertes, siete familias destrozadas y cientos de miles de reproches que deberíamos hacernos de cómo no hemos podido evitarlo.

De todas ellas, solo una había interpuesto una denuncia. Cuando ocurren tragedias así, es imposible llegar a interiorizar todo lo que sufrió la víctima, pero la pregunta que si nos queda hacernos es qué ocurrió para que no denunciara. ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué nadie pudo ayudarla?

Uno de los aspectos más importantes del protocolo contra la violencia de género residía en que la víctima no encontrara silencio a su alrededor. Que notase que la sociedad no tolera las agresiones machistas. No es fácil denunciar y enfrentarse de nuevo a la pesadilla vivida. Más aún cuando muchas veces se acaba por criminalizar a la víctima.

Ante esta lacra, una de las armas debe ser la educación, concienciar sobre el peligro que supone y darse cuenta de que el machismo comienza mucho antes del golpe. Los comentarios vertidos y no deseados son machismo y pensar que una víctima no tiene razón porque el agresor caía bien, también. Ante la violencia de género, la respuesta de la sociedad debe ser una condena unánime.