

Cuando yo estaba en la universidad, que alguien tuviera que dejar los estudios para trabajar causaba cierta ternura. Hubo quien los abandonó porque le contrataron antes de terminar la carrera, pero fue algo casi anecdótico. Era más habitual, por desgracia, quien tenía que despedirse de la vida académica para empezar a cotizar porque no podía pagar la universidad pública. No eran más ni menos válidos que el resto de los que sí acabaron los estudios. Era, simplemente, algo injusto. Viéndolos, nadie se atrevía a romantizar su situación. Nadie hablaba siquiera de meritocracia. A ver quién se atrevía a decir bondades de su rutina cuando salían corriendo de las clases para no perder el autobús o cuando venían con ojeras por haber hecho horas extras en el trabajo. Ya no digamos en época de exámenes, si para la totalidad de los mortales era una carrera de obstáculos, para ellos, directamente, era una odisea.
Esta semana, hemos visto cómo una diputada dimitía por haberse adjudicado tres carreras que no tenía. A raíz de esto, varios de sus compañeros y rivales se apresuraban a corregir con diligencia su propio expediente.
Toda la cúpula política midiendo al milímetro si los títulos que habían puesto eran exactos. Solo importaba eso, los supuestos méritos. Titulitis y seguir perpetuando un sistema académico que solo busca llenar de líneas el CV.
Ojalá, en estos días de reproches y los clásicos ‘y tú más y yo menos’, alguno de ellos hubiera reflexionado sobre la gran cantidad de jóvenes que se ven obligados a dejar los estudios para ponerse a trabajar porque la universidad pública es muy cara.
Aunque este, evidentemente, no fuera el caso de la diputada que dimitió. Ojalá hubiera habido más voces defendiendo que un político no es mejor por haberse pagado un máster o que otras profesiones que no necesitan estudios también tienen que estar representadas en el Congreso. Pero, en lugar de eso, se pusieron a buscar cuántos suspensos había sacado su adversario en su vida estudiantil.