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Morir bien Morir bien
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Nuria Andrés

Si vas a París, una visita que se ha convertido casi en obligatoria es el cementerio de Père Lachaise. Ahí, la admiración por las figuras que descansan bajo tierra se mezcla con el poco respeto por los muertos de todos los visitantes que acuden atraídos por el morbo. Mientras unos llevan siglos descansando, los turistas se fotografían con las tumbas más curiosas, ignorando que bajo su “selfie” se encuentra la calavera de una persona.

Con la llegada de noviembre, también aterriza el recordatorio de la visita al cementerio, el lugar que todos ignoramos porque sabemos que es el único paraje que nos espera con los brazos abiertos.

Curiosamente, la cita con el campo santo se produce tan solo un mes y pocos días antes del encuentro en la mesa del salón con toda la familia para celebrar la Navidad. Es como si con la llegada del frío, la vida nos mandara dos advertencias: la primera que para todos llegara el día en que la gente acuda a nuestro encuentro para dejar, bajo un epitafio, flores que se marchitarán a solas durante los doce meses siguientes; y la segunda es que, llegado diciembre, tenemos que disfrutar de los que aún estamos en la mesa porque el presente es lo único certero que tenemos en nuestras manos.

Hace solo unos días, un escritor reivindicaba en la portada de un periódico que ahora “morimos mal”, pues si antes se erigían cementerios monumentales, decorados con todo lujo de detalles y donde las mejores familias presumía de su poder; ahora se esconde la muerte para que los más pequeños no la vean de cerca y sigan enfrascados en ese espíritu ficticio de eterna juventud.

De ahí que este escritor reivindicara el derecho de “morir bien” sin renunciar a la pizca de posteridad que nos pertenece a cada uno de nosotros, sabiendo que, mientras sigamos aquí,  la muerte forma parte de la vida y que solo aceptándola tendremos derecho no solo a disfrutar del eterno descanso sin sobresaltos, sino también de la vida que la precede.