Noviembre de 2015 siempre será recordado en Francia como el mes del terror. El mes en el que Europa se enfrentó de nuevo a sus viejos demonios y se reencontró con la barbarie. El horror en las calles de París de la mano de terroristas armados que recorrieron barrios de la capital francesa matando a todo aquel que se encontraban por delante. Asesinos que hicieron de la sala Bataclan el corredor de la muerte. Una tragedia y una herida abierta que todavía sangra en el corazón de todos los franceses.
En especial, en uno, que la semana pasada contaba en la radio cómo esos terroristas, a los que no conocía de nada, ni les había hecho ningún mal, le perforaron a tiros el abdomen, la mandíbula y las piernas. Metralla por todo el cuerpo.
Ahora, este ciudadano vivía en Marsella y había hecho de su tragedia, su proyecto personal. Quería entender cómo había personas que eran capaces de ejecutar esa barbarie. Y encontró la respuesta.
Los terroristas que habían perpetrado esa masacre eran jóvenes a quienes, como él explicaba, la sociedad no les había ofrecido ninguna oportunidad”. Personas a las que las palabras de “Libertad, Igualdad, Fraternidad” les sonaban como leves susurros lejanos e inconcebibles. Jóvenes que habían sido rechazados. El rechazo cría bestias y la marginación les alimenta.
Diez años más tarde, mes tras mes, escuchamos discursos racistas que estigmatizan y denigran a todas las personas que vienen a buscar un futuro mejor. No se habla de ellos como seres humanos si no como personas que, o vienen a delinquir o a robarnos el trabajo. Y cuando quieren intentar matizar este discurso, preguntan: “¿Qué haríamos sin ellos?, ¿Quién limpiaría nuestras casas?”
Resulta imposible conseguir la convivencia si se piensa en ellos como seres inferiores que vienen a hacer lo que nosotros no queremos. Son personas, personas que con 18 años, buscan lo que cualquier joven quiere: un futuro mejor. Y eso no entiende de fronteras ni nacionalidades.
