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Museo Nacional de Kenia Museo Nacional de Kenia
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Juan Cañada

Recuerdo una anécdota en Viwandani, el slum de Nairobi donde más suelo colaborar. Gracias a un donativo de antiguos compañeros de trabajo, propuse que todos los niños de una de las escuelas pudieran visitar el Museo Nacional de Kenia. Era un lujo impensable para las familias y los docentes. Una profesora se encargó de organizar el transporte en un matatu —esos minibuses destartalados que cruzan la ciudad sin horario fijo—, pagó las entradas de alumnos y docentes, y compró manzanas para los niños. Lo hizo con habilidad, pues sabía que el día en que se iba a hacer la visita yo viajaba hacia Mombasa, me hubiera hecho mucha ilusión disfrutar de la visita con estos niños.

Sin embargo, por algunas fotos y pequeños detalles, intuí que no todo salió como esperaba. Esta profesora, quizá como compensación, se quedó con una pequeña parte del dinero. Me sentí decepcionado; aunque era una suma insignificante, la confianza se resintió. Un amigo me aconsejó olvidar el asunto, y así lo hice: desde entonces no he sabido más de esa profesora, y quizá sea lo mejor.

Siempre he sentido debilidad por los museos, en especial por los que albergan bellas artes. Cuando vivía en Pamplona, los domingos grises en los que la lluvia impedía cualquier plan, encontraba refugio en el Museo de Navarra. Allí podía pasar horas contemplando mis cuadros favoritos.

Aún recuerdo la alegría que experimentaba frente al retrato que Francisco de Goya pintó del Marqués de San Adrián. Incluso imaginé historias inspiradas en aquella pared, tan vacía y desangelada durante los meses que el cuadro estuvo cedido a la National Gallery de Londres.

Hoy quiero hablarles del Museo Nacional de Kenia, uno de los lugares que más disfruto cuando estoy en Nairobi. No es un museo al estilo occidental: no busquen grandes nombres de la pintura o esculturas monumentales, aunque hay piezas notables. Lo que más abunda son animales disecados, con plumas, aletas o cuernos, y miles de especies de insectos, plantas y minerales. También hay salas dedicadas a la historia de las tribus de Kenia y a las etapas colonial y poscolonial.

Me maravilla redescubrir esos “bichos y plantas”, siempre desde el respeto. Pero lo que más me satisface es ver la llegada de grupos de escolares uniformados, guiados por sus profesores. El bullicio es contagioso: unos chillan fascinados ante el grupo de animales gigantes, reclamando la atención de sus compañeros; otros compiten por subir y bajar las escaleras. Es un espectáculo de asombro y alegría.

Por eso, solo quiero invitarles a no perderse la oportunidad de visitar, con calma y sin prisas, los museos de cualquier ciudad que recorran. Y, sobre todo, a descubrir primero los más cercanos. Hace unos días visité dos museos en Rubielos de Mora: el de escultura y pintura de José Gonzalvo, el cual conozco desde hace tiempo, y el de Salvador Victoria, ubicado en el antiguo hospital. Les animo a disfrutar de la experiencia museística con todos los sentidos y el corazón abierto.