A todos nos gustaría vivir una Navidad de película. Luces cálidas, jerséis horrorosos y una banda sonora de campanillas. Querríamos vivir en uno de esos pueblos nevados donde nadie trabaja y todos hornean galletas. La expectativa es un telefilme, pero la realidad suele parecerse más a Los Gremlins.
En la mente tenemos un plano general con la familia reunida, risas medidas y un árbol perfectamente simétrico. Nadie discute por política y no se recalienta nada en el microondas. Todo fluye como en esas películas donde una ejecutiva estresada vuelve a su pueblo, tropieza con un carpintero viudo y descubre que la felicidad estaba en apagar el móvil. Sin embargo, la realidad es un árbol torcido, un horno que se rebela, un perro que se come el belén, y un cuñado que tiene hambre.
En la ficción, los platos desfilan con elegancia y nadie repite con ansiedad. En la vida real, hay alergias descubiertas esa misma tarde, dietas interrumpidas, un postre que se alarga y temas prohibidos que aparecen sin aviso previo.
Con los niños pasa lo mismo. En el cine duermen cuando deben, agradecen los regalos y no preguntan por qué Papá Noel tiene la misma letra que el abuelo. La realidad trae pilas agotadas, instrucciones en alemán y un juguete que emite sonidos demoníacos. El salón se convierte en un campo de batalla y el árbol, en un obstáculo táctico.
Y, pese a todo, algo funciona. En mitad del caos se cuela algún momento pequeño y verdadero. Una complicidad en la cocina, un chiste malo que hace gracia, una canción cantada a voz en grito todos juntos... Quizá el problema no sea el espíritu navideño, sino lo que nos quieren vender. Tal vez convenga asumir que la Navidad es una saga irregular. Algunas entregas mejores, otras con presupuesto ajustado, y todas con escenas memorables.
Así que este año propongo aceptar que habrá ruido, contradicciones y algún enfado, y aun así sentarnos a la mesa. Apagar un poco la expectativa y subir el volumen de la presencia. La Navidad no necesita ser perfecta. Con que sea compartida, ya hace milagros.
