

El escritor Julio Llamazares ha intentado ponerse en la piel de su padre, por entonces un joven de 18 años que combatió en la batalla de Teruel y que, a pesar de que sobrevivió, apenas quiso contarlo a sus allegados. En El viaje de mi padre, el autor leonés recorre los escenarios de la batalla de Teruel en los que su progenitor se jugó la vida y ha aprovechado para recordar una vez más el impacto que aquella contienda dejó en el hombre, uno más entre los 200.000 que se enfrentaron en trincheras, montes y parámos congelados. Aquel soldado de 18 años ha traído a mi memoria la epopeya de otro muchacho de su misma edad en idénticos escenarios: mi padre.
Escuchar a Llamazares ha supuesto una actualización de mis propios recuerdos, reflexiones y pensamientos sobre la experiencia vivida por un joven de cabello pajizo y ojos azules que apenas quiso compartirla conmigo porque, tal y como refrendó Llamazares al comentar su libro, estos soldados sobrevivientes se hicieron adultos con el silencio como norma a la hora de abordar el conflicto. Quiero entender, y así me lo confirmó el escritor leonés, que ese hermetismo tiene mucho que ver con el horror experimentado en carne propia que dejó secuelas para el resto de sus vidas.
Aunque la literatura, el cine y más recientemente las recreaciones intentan ponernos en el lugar de aquellos combatientes, les aseguro que yo, que miré muchos días a los ojos de mi padre, no me creo nada. Su mirada acuosa cada vez que le sacaba el tema, su cerrazón ante mis preguntas y sus respuestas ante los vaivenes de la vida, me convencieron de que el joven soldado de ojos claros que aparece en un amarillento retrato de estudio que incluye dedicatoria a su novia, después mi madre, vivió marcado por algo que el común no conoce: el estrago de la guerra. De ella solo quedaron en casa unas polainas que ya nunca usó pese a su amor por los caballos y un profundo rechazo a situaciones que podrían derivar en violencia, incluidas las de las películas. Ah, y ante las frecuentes quejas de su familiares próximos en inviernos que nos parecieron extremos, él siempre mostró una sonrisa sardónica, como diciendo “qué sabréis vosotros”.
Escuchar a Llamazares ha supuesto una actualización de mis propios recuerdos, reflexiones y pensamientos sobre la experiencia vivida por un joven de cabello pajizo y ojos azules que apenas quiso compartirla conmigo porque, tal y como refrendó Llamazares al comentar su libro, estos soldados sobrevivientes se hicieron adultos con el silencio como norma a la hora de abordar el conflicto. Quiero entender, y así me lo confirmó el escritor leonés, que ese hermetismo tiene mucho que ver con el horror experimentado en carne propia que dejó secuelas para el resto de sus vidas.
Aunque la literatura, el cine y más recientemente las recreaciones intentan ponernos en el lugar de aquellos combatientes, les aseguro que yo, que miré muchos días a los ojos de mi padre, no me creo nada. Su mirada acuosa cada vez que le sacaba el tema, su cerrazón ante mis preguntas y sus respuestas ante los vaivenes de la vida, me convencieron de que el joven soldado de ojos claros que aparece en un amarillento retrato de estudio que incluye dedicatoria a su novia, después mi madre, vivió marcado por algo que el común no conoce: el estrago de la guerra. De ella solo quedaron en casa unas polainas que ya nunca usó pese a su amor por los caballos y un profundo rechazo a situaciones que podrían derivar en violencia, incluidas las de las películas. Ah, y ante las frecuentes quejas de su familiares próximos en inviernos que nos parecieron extremos, él siempre mostró una sonrisa sardónica, como diciendo “qué sabréis vosotros”.