

Querido lector: Un menor que sufre agresiones sexuales en su entorno no es capaz, en la gran mayoría de los casos, de exteriorizar esa tortura a la que le está sometiendo un adulto con perversas intenciones.
En ocasiones, será porque ese adulto habrá enmascarado su cruel delito bajo la apariencia de un inocente juego y habrá convencido al menor de que se trata de un secreto que no debe desvelar. O, quizás, ese ladrón de infancias le habrá directamente amenazado, si cuenta algo, con dañar a su entorno más cercano (el mismo al que suele pertenecer el pederasta). O, en otros casos, su mente, activando un mecanismo de defensa, estará guardando esos recuerdos muy profundamente.
Por esas, y por muchas otras razones que pueden llevar a un niño a no atreverse a hablar, es fundamental que si finalmente consiguen hacerlo estemos preparados para poder ayudarles y evitar revictimizarlos.
Y es que hay muchas frases, que se han entonado por parte de aquellos que tenían la obligación de protegerlos, que llevan toda la vida rematando infancias. Frases como estas:
“No quiero pasar a casa del vecino, no me gusta que me toque. Lo estarás malinterpretando, siempre ha sido muy cariñoso”.
“Ese juego al que siempre quiere jugar el tío no me gusta y me hace daño. No digas tonterías y no le disgustes, con lo que él te quiere”.
“El novio de la tía me ha tocado debajo de la ropa. No digas nada a nadie, no quiero líos, estaría borracho”.
“No quiero que papá se meta en la cama a leer el cuento, no me gusta lo que me hace. Mucho cuidado con decir esas cosas, ¿Qué quieres que lo metan en la cárcel?”.
Es nuestra obligación, como adultos responsables, protegerlos. Si lo consientes, si no lo evitas, te conviertes en responsable.
Un menor que busca nuestro amparo se merece que despleguemos todos nuestros recursos para protegerlo. Escuchémoslos con empatía, cariño y actuemos con valentía.
¡Hasta la próxima columna, querido adulto responsable!