El día se presentaba como tantos otros. Un mensaje con mezcla de frustración, penitencia, culpa y reproche. Como tantos otros que cambian el curso de la jornada y el humor de emisor y receptor. Estamos tan acostumbrados a esos mensajes disruptivos que cuesta recordar cómo nos enterábamos antes de que empezaba lo malo. Esa cotidianidad genera una resistencia, casi un plastificado, que consigue aislarnos de lo sentimental y lo humano hasta convertirlo en algo ajeno que apenas nos salpica. Si el mensaje de marras no ataca a lo más cercano, nos resbala y a otra cosa. Cuando el mensaje contiene una idea feliz o jocosa tampoco lo interiorizamos en demasía. Si acaso, por las risas, aplaudimos un poco e. incluso, seguimos la conversación entre intrascendencias. Y llega el día en el que el tono de frivolidad de una de esas conversaciones no nos deja ver que iba en serio.
Así que sí, alguien explicó que lo del anuncio ese estaría molón. Que había oído en el bar una conversación de unos tipos que bordeaban la jubilación que contaban entre la desesperación y el sarcasmo que sus hijos estaban viviendo en una habitación, como cuando eran estudiantes, que, aunque tenían un trabajo acorde a su formación, no podían ni soñar con alquilarse un piso para ellos solos. Recordaron cuando se hablaba de los minipisos como algo desdeñable y que ahora era casi utópico para un joven encontrar un piso de 30 metros en el que poder vivir solo o en pareja. Y entonces alguno de ellos soltó la base de la idea feliz: “A estos los veo a nuestra edad compartiendo piso y recogiendo lo calzoncillos ajenos mientras quita los espaguetis resecos en su turno de friegue”. Risas amargas. Así, con esa frase, el creativo puso el mensaje a los colegas que asintieron sin leer en profundidad y acudió a un ministerio falto de ideas proponiendo el pack de teléfono de la vivienda más anuncio y con 663.000 euros en medios ya tenemos campaña.
Desde luego, ha dado que hablar, pero quizás alguien se tendría que haber planteado qué nivel de asunción del fracaso y la ineptitud conlleva esa campaña frente al drama social de la vivienda. Que no todo vale sólo por las risas.
Así que sí, alguien explicó que lo del anuncio ese estaría molón. Que había oído en el bar una conversación de unos tipos que bordeaban la jubilación que contaban entre la desesperación y el sarcasmo que sus hijos estaban viviendo en una habitación, como cuando eran estudiantes, que, aunque tenían un trabajo acorde a su formación, no podían ni soñar con alquilarse un piso para ellos solos. Recordaron cuando se hablaba de los minipisos como algo desdeñable y que ahora era casi utópico para un joven encontrar un piso de 30 metros en el que poder vivir solo o en pareja. Y entonces alguno de ellos soltó la base de la idea feliz: “A estos los veo a nuestra edad compartiendo piso y recogiendo lo calzoncillos ajenos mientras quita los espaguetis resecos en su turno de friegue”. Risas amargas. Así, con esa frase, el creativo puso el mensaje a los colegas que asintieron sin leer en profundidad y acudió a un ministerio falto de ideas proponiendo el pack de teléfono de la vivienda más anuncio y con 663.000 euros en medios ya tenemos campaña.
Desde luego, ha dado que hablar, pero quizás alguien se tendría que haber planteado qué nivel de asunción del fracaso y la ineptitud conlleva esa campaña frente al drama social de la vivienda. Que no todo vale sólo por las risas.
