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Sin confianza, cada vínculo se vuelve más frágil, cada expectativa más cínica. La palabra deja de ser un puente y se convierte en un riesgo
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Elena Gómez

Vivimos rodeados de promesas. Las escuchamos en campañas electorales, en discursos institucionales, en publicidades que garantizan bienestar inmediato o cambios trascendentales. El problema es que cada vez se cumple menos y se promete más.

Las promesas incumplidas no son simples olvidos ni errores de cálculo: son fracturas sociales. Minan la confianza, algo esencial para la vida colectiva. Porque prometer es comprometerse con el otro, y cuando ese compromiso se rompe sin consecuencias, lo que se erosiona es el tejido que sostiene la convivencia.

En el ámbito jurídico, algunas promesas generan obligaciones. Pero en el campo social y político, la mayoría de las promesas son inmunes al castigo legal. Y, sin embargo, su incumplimiento deja marcas profundas de decepción y frustración. No es casual que gran parte del desencanto ciudadano tenga origen en la experiencia reiterada de escuchar promesas que nunca se concretan.

Las consecuencias no son solo individuales. El efecto acumulativo de las falsas promesas deteriora la cohesión social. Sin confianza, cada vínculo se vuelve más frágil, cada expectativa más cínica. La palabra deja de ser un puente y se convierte en un riesgo.

Además, las promesas rotas no afectan a todos por igual. Quien promete desde el poder —político, económico o simbólico— suele hacerlo sin asumir el costo de su incumplimiento. En cambio, quien cree en esa promesa suele cargar con el peso de la desilusión. Así, el mecanismo se convierte en una herramienta de dominación sutil.

La proliferación de promesas huecas ha provocado una crisis de legitimidad. Porque si no se puede confiar en la palabra pública, ¿en qué se puede confiar? Recuperar el sentido de la promesa implica restaurar un pacto básico: que lo que se dice compromete, que no todo vale con tal de convencer, y que el respeto por quien escucha comienza por decir solo aquello que se está dispuesto a sostener.

En tiempos de promesas fáciles, cumplir es un acto subversivo. Y prometer con responsabilidad, un acto de profunda honestidad política.