

¿Recuerdan cuando Pablo Iglesias regaló la serie Juego de Tronos al Rey? Él mismo declaró que su partido se veía como la Khaleesi, Daenerys Targaryen. Ya saben, madre de dragones, rompedora de cadenas, la que no arde… claro, en aquel momento la serie no había acabado y todavía nadie estaba decepcionado con este personaje.
Sin embargo, en algo acertó Iglesias. Los paralelismos de la política actual con esta historia de fantasía épica son más que evidentes. Y no es casualidad, el escritor George R. R. Martin solo tuvo que mirar alrededor para obtener su inspiración, pues la naturaleza humana es ambiciosa, cruel y corrupta.
Si algo nos enseñó Juego de Tronos es que el poder rara vez se alcanza con honor, y aún menos se mantiene con justicia. En la realidad política contemporánea, el laberinto de corrupción es infinito. Redes clientelares, malversaciones millonarias, favores cruzados, abusos sexuales, cloacas y fontaneros, mordidas, comisiones ilegales, chiringuitos autonómicos… desde hace años, no hay día que no tengamos noticia de algo así.
En Poniente, nadie se sentaba en el Trono de Hierro sin antes cruzar un mar de alianzas, traiciones y sangre. En la política española, alcanzar La Moncloa también exige maniobras de dudoso calibre. Como en la serie, los ideales se sacrifican por el poder, y el interés personal o partidista acaba pesando más que el bien común.
Los pocos políticos decentes, que los hay, son barridos, marginados o absorbidos por la maquinaria del partido. Y el ciudadano, hastiado de todo, se siente perdido, sin fuerzas ni siquiera para continuar. Porque, mire donde mire, todo es lo mismo. Allí, el pueblo era carne de catapulta. Aquí, carne de telediario. Usados, manipulados y olvidados hasta que toca votar de nuevo.
Juego de Tronos acabó con un rey elegido entre ruinas. La política española, si sigue por este camino, terminará igual: sin credibilidad, sin ética, y con el país convertido en un campo arrasado. Y no, aquí no hay dragones que nos salven. Solo queda la rabia, la dignidad… y las urnas.