

Agosto es cada año más corto. Después del fin de semana de la Virgen de Agosto languidece rápidamente hasta extinguirse en un limbo demasiado parecido a los primeros días de septiembre. Sólo quedan veraneantes en los pueblos que tienen pendientes sus fiestas y apenas quedan herederos de quienes pasábamos todas las semanas de vacaciones escolares en el pueblo con las rodillas en costra por las caídas de la bici o por los lances del juego en el duro campo de fútbol del polideportivo local.
Ha cambiado todo tanto que una acaba por preguntarse si en estos pueblos de veraneo corto y nuevas piscinas hay tiempo para forjar amores de verano. Hablo desde la experiencia que me da un amor de verano de 33 años y habiendo visto transformarse amores de ayer, en teoría estacionales, en familias que hoy tienen hijos al borde de la independencia (si la vivienda lo permite…).
Cuando el veraneo se prolongaba (no confundir con el verano meteorológico de más de cuatro meses cargado de olas de calor y fuego), daba tiempo de todo. Desde las primeras miradas hasta el tonteo, los encuentros forzados, los primeros intercambios, el paso por algo parecido a una amistad y luego una relación que podía durar unos días, semanas… o toda una vida.
Hoy, con los tiempos tan ajustados y con el entorno digital absorbiéndolo todo me imagino que las miradas se cambiarán por peticiones de seguimiento en Instagram. Las primeras conversaciones por un cruce de mensajes. Y luego ya, si eso, el roce.
¿Después? Pues parece que poco. En un entorno de relaciones cada vez más líquidas, los amores de verano padecen una extraña querencia a la evaporación. ¿Dejarán huella como nos dejaron los de antes? Lo cierto es que del amor de verano los titulares han pasado al desamor postverano. A las parejas que descubren que no soportan pasar tanto tiempo juntas cuando no se convive con trabajo, rutina y obligaciones que les mantienen como esferas que se tocan sólo tangencialmente en el engranaje de lo doméstico… Así que dejamos atrás el romanticismo que nos llevaba a llorar con El final del verano para prepararnos para las pseudonoticias de septiembre donde a la depresión postvacional se sumaran los divorcios postverano, lejos de aquellos bellos amores de antaño.
Ha cambiado todo tanto que una acaba por preguntarse si en estos pueblos de veraneo corto y nuevas piscinas hay tiempo para forjar amores de verano. Hablo desde la experiencia que me da un amor de verano de 33 años y habiendo visto transformarse amores de ayer, en teoría estacionales, en familias que hoy tienen hijos al borde de la independencia (si la vivienda lo permite…).
Cuando el veraneo se prolongaba (no confundir con el verano meteorológico de más de cuatro meses cargado de olas de calor y fuego), daba tiempo de todo. Desde las primeras miradas hasta el tonteo, los encuentros forzados, los primeros intercambios, el paso por algo parecido a una amistad y luego una relación que podía durar unos días, semanas… o toda una vida.
Hoy, con los tiempos tan ajustados y con el entorno digital absorbiéndolo todo me imagino que las miradas se cambiarán por peticiones de seguimiento en Instagram. Las primeras conversaciones por un cruce de mensajes. Y luego ya, si eso, el roce.
¿Después? Pues parece que poco. En un entorno de relaciones cada vez más líquidas, los amores de verano padecen una extraña querencia a la evaporación. ¿Dejarán huella como nos dejaron los de antes? Lo cierto es que del amor de verano los titulares han pasado al desamor postverano. A las parejas que descubren que no soportan pasar tanto tiempo juntas cuando no se convive con trabajo, rutina y obligaciones que les mantienen como esferas que se tocan sólo tangencialmente en el engranaje de lo doméstico… Así que dejamos atrás el romanticismo que nos llevaba a llorar con El final del verano para prepararnos para las pseudonoticias de septiembre donde a la depresión postvacional se sumaran los divorcios postverano, lejos de aquellos bellos amores de antaño.