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Raquel Fuertes

Cuánto cuesta subir. Y no estoy hablando de llegar a lo más alto de una montaña o de una carrera profesional. Cualquier ascenso es duro (y si no lo es, hay truco o trama, no se equivoquen) y deja heridas. Y, no pocas veces, muertos en la escalada. A veces para llegar a lo más alto y comprobar que hay tantas nubes que no se aprecian las buenas vistas, ni siquiera el horizonte. O que, en el sentido figurado, hace frío y se está solo. Esa soledad de lo que los otros ven como “cima” o éxito y que a veces sabe más a tristeza que a triunfo. Porque lo opuesto de triunfo no tiene por qué ser derrota. Hay otros antónimos. Entre ellos, caída.

Tenemos en la retina la imagen del Torico caído. Con el alma de los turolenses a los pies. Cae un símbolo y todos caemos un poco con él. Pero lo que arrastra esa caída no es la rotura de metales y piedras. Es el sentimiento. Qué duro es ser humano.

Me pongo en el lugar de Espadas, en Andalucía, puesto en su día a los pies de los caballos (otros dirán que puesto en primera línea como candidato) por intereses de partido y hoy teniendo que soportar la responsabilidad del suelo histórico de votos socialistas en Andalucía.

O de Marín que dicen (no me ha dado el ánimo para escucharlo) que lloró en la radio tras la desaparición de Ciudadanos en Andalucía (y en España, al tiempo). Perdió a su familia por la política y la política se lo devuelve con soledad absoluta, esta vez sí, en forma de derrota.

Pero la peor caída, desde la vis humana, es la de Mónica Oltra. Su única salida honrosa era la dimisión. Sin duda. Pero todo lo que le ha pasado humana y políticamente en los últimos años… No quiero ni pensar en su futuro a pesar de parecer una mujer fuerte.

Cuánto necesitan de la empatía los que caen y qué pronto les olvidamos los que creemos estar seguros en nuestra pírrica cima, olvidando que todo es pasajero. Y que la opción de caer siempre está ahí, por bajas que sean nuestras colinas.