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El mayor idiota El mayor idiota

El mayor idiota

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Raquel Fuertes

Aunque si fuera por el ministro Escrivá todos seríamos eternamente jóvenes (o al menos estaríamos en condiciones de trabajar hasta el fin de los días), la verdad es que nos anquilosamos u oxidamos (o el mundo va más rápido que lo que pueden asumir nuestras entendederas).

Un vecino de mi barrio la ha liado. El señor (afortunadamente para él, ya jubilado) se sentía maltratado por los bancos que todo lo quieren a distancia y digital, haciendo casi imposible lo que antes se arreglaba con una charrada de ventanilla. Y lanzó una campaña de firmas en la que venía a decir que era mayor, pero no idiota. Ha arrasado.

Y yo, que no soy tan mayor (y que tengo vagas esperanzas sobre mi jubilación), me he sentido últimamente muy idiota cuando he ido al banco. No soy nativa digital, pero sí digital de adopción, como casi toda mi generación.  Me relaciono cada día con más ordenadores, sistemas operativos y móviles que con personas (qué lástima) y a punto estuve de volver a la oficina con la cabeza gacha y cheques sin cobrar porque nadie (ni el cajero automático) quería hacer efectivos esos papelitos con los que las empresas suelen pagar sus intercambios comerciales. De la noche a la mañana.

Tampoco es que sea yo la experta en gestiones bancarias, pero pandemia obliga y aquí hay que hacer de todo. Allá que me fui con mis talones buscando cajeros de las sucursales aún abiertas tras las últimas fusiones. Este sí, este no, este no va. El paseíllo se alargaba y los cajeros presentaban deshabilitada la opción deseada. Ay.

Se me ocurre entrar y preguntar. Ingenua. Tras sentirme como una apestada por ir sin cita, fuera del escueto horario y en era covid, me miran como si fuera gilipollas y me dicen que desde ahora hacía falta otro elemento (del cual no dispongo), para hacer esos ingresos. Le pido un ingreso por ventanilla y me mira como si estuviera loca, echándome de la desinfectada sucursal con cajas destempladas. Recordé que teníamos cuenta en otra entidad. Fui. Un único empleado en una desolada oficina inmensa se apiadó de mí (sin cita y fuera de hora) haciendo el pertinente ingreso. Como antes. Casi lloro, oiga. Seguro que han pasado por algo similar en estos tiempos de miseria humana y de trato. Habría que preguntarse quién es el mayor idiota aquí. Y no es mi vecino.