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Las malas lenguas Las malas lenguas

Las malas lenguas

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Raquel Fuertes

La maledicencia es deporte nacional. No requiere de gran fondo físico ni de esforzado entrenamiento. Es más, suelen ser más hábiles quienes tienen poco fondo y escasa capacidad de esfuerzo.

Tampoco es cuestión de “yo no he sido”. Quien más, quien menos, todos hemos entrado en esas dinámicas en alguna ocasión. De hecho, desde bien niños, una buena forma de ser aceptado en un grupo es unirse al critiqueo contra alguien con nombre, apellidos y, si se descuidan, hasta familia. Hablo del cuerpo a cuerpo y no del ataque a personajes públicos.

Ese runrún común, ese enemigo designado por el grupo se convierte en muchas ocasiones en el único nexo entre personas que, en el fondo, ni se conocen ni se aprecian ni comparten más que la inquina consensuada por ese compañero que se presta (por la espalda) al linchamiento.

En la infancia/adolescencia el linchado puede acabar reforzado y convirtiéndose en el de más provecho del grupo. O hundido en la miseria, sin ser capaz de levantar cabeza en toda su vida. Por no hablar de los casos más dramáticos que periódicamente vemos en los medios azuzados por el efecto amplificador de las redes sociales.

¿Chiquilladas? Qué va. A medida que pasan los años uno se da cuenta de que los aspectos más mezquinos de uno mismo no desaparecen. Solo es que somos capaces de matizarlos un poco y darles un baño de hipocresía. Tras ese maquillaje, seguimos siendo los mismos cafres y alternamos los papeles de machacante y machacado, esperando ocupar el de víctima las menos de las veces.

Porque, ¿saben otra cosa? Igual que guardamos la capacidad para ser mezquinos, guardamos la capacidad para sufrir y para que esos ataques de las malas lenguas nos lleguen hasta lo más hondo. También con 30, 40, 50, 60, 70… buscamos la aceptación del grupo. Que nos quieran o que, al menos, nos dejen en paz.

Pero no, las lenguas afiladas proliferan en ambientes ociosos o grupos de WhastApp de gentes con poca vida fuera y mucha amargura dentro. Ignorando que el del otro lado también es persona. Con sus aciertos y fallos, bondades y maldades, pero que siente y padece. A veces duele tanto como si no hubiera pasado el tiempo. Y volvemos a ser ese niño triste del rincón al que le hacen la vida imposible por pura diversión.