

Allá cuando estudiaba yo literatura hablábamos de la magdalena de Proust y de cómo el percibir un olor de nuestro pasado puede destapar vivamente un recuerdo.
Días atrás, en el pueblo, después de un año en el que ha sido complicado acudir al reencuentro de lo propio, me encontré dando un paseo que podría ser el de cualquier día, pero se convirtió en un paseo por lo que un día fue.
Primero el olor de la panadería. No es sólo el olor a pan, también a las pastas de siempre, la torta, las tortas finas… Y con esos aromas, las mañanas de verano cuando bajaba a comprar el pan, las tardes de chocolate y torta, aquellos cafés con española de Juanjo cuando era becaria en el Diario de Teruel, aquellas roscas de las tardes de Pascua… Dulces recuerdos, sin duda…
Continuaba el paseo llegando al Pinar. Sin duda, uno de los lugares más mágicos que he conocido. El maldito cambio climático (y tal vez algunos incendios próximos en años anteriores) han cambiado el régimen de lluvias y algunos años no cae ni agua de la fuente. Este año discurre un discreto caudal por el nacimiento del río Mijares, pero al menos hay agua en la fuente. Y ese olor.
A pino, a bosque. A infancia, a río, a cucharetas, a comida con la familia cuando nos juntábamos más de veinte, a tardes con los amigos, a chuletadas interminables, a guerras de piñas, a fresas diminutas en manos de mis hijos, a risas. A un pasado que no volverá, pero que gracias a ese aroma único vuelve a hacerse casi visible en medio de la melancolía.
Y el olor a verano. Cuando el sol está en lo alto y el cielo tiene un color azul como en ninguna otra parte. También las calles huelen de una forma especial y única. Y vuelven los recuerdos de cuando subía la larga calle al mediodía, después de salir a jugar o cuando llevaba el último recado para acabar de hacer la comida. Cuando el reloj de la iglesia daba las campanadas y como única guía del tiempo.
Llega agosto y con él estos olores que nos devolverán a esos tiempos ya pasados y que esperan agazapados el momento de su feliz y efímero rescate.
Días atrás, en el pueblo, después de un año en el que ha sido complicado acudir al reencuentro de lo propio, me encontré dando un paseo que podría ser el de cualquier día, pero se convirtió en un paseo por lo que un día fue.
Primero el olor de la panadería. No es sólo el olor a pan, también a las pastas de siempre, la torta, las tortas finas… Y con esos aromas, las mañanas de verano cuando bajaba a comprar el pan, las tardes de chocolate y torta, aquellos cafés con española de Juanjo cuando era becaria en el Diario de Teruel, aquellas roscas de las tardes de Pascua… Dulces recuerdos, sin duda…
Continuaba el paseo llegando al Pinar. Sin duda, uno de los lugares más mágicos que he conocido. El maldito cambio climático (y tal vez algunos incendios próximos en años anteriores) han cambiado el régimen de lluvias y algunos años no cae ni agua de la fuente. Este año discurre un discreto caudal por el nacimiento del río Mijares, pero al menos hay agua en la fuente. Y ese olor.
A pino, a bosque. A infancia, a río, a cucharetas, a comida con la familia cuando nos juntábamos más de veinte, a tardes con los amigos, a chuletadas interminables, a guerras de piñas, a fresas diminutas en manos de mis hijos, a risas. A un pasado que no volverá, pero que gracias a ese aroma único vuelve a hacerse casi visible en medio de la melancolía.
Y el olor a verano. Cuando el sol está en lo alto y el cielo tiene un color azul como en ninguna otra parte. También las calles huelen de una forma especial y única. Y vuelven los recuerdos de cuando subía la larga calle al mediodía, después de salir a jugar o cuando llevaba el último recado para acabar de hacer la comida. Cuando el reloj de la iglesia daba las campanadas y como única guía del tiempo.
Llega agosto y con él estos olores que nos devolverán a esos tiempos ya pasados y que esperan agazapados el momento de su feliz y efímero rescate.