

Llegó el apagón que nos puso a todos en jaque. Lo que todo el mundo pensó en ese momento fue en el móvil, la vitro, internet o el transporte… Sin embargo, fuimos miles los que nos vimos en otra tesitura.
Los enfermos que requieren oxigenoterapia domiciliaria, personas que dependemos de sillas de ruedas eléctricas, pacientes que necesitamos refrigeración constante para nuestros medicamentos, o aquellos que se alimentan por sondas que requieren energía para funcionar, enfrentamos una realidad mucho más urgente y peligrosa que el resto de la población cuando ocurre un apagón. El problema no es menor ni ocasional. Con el aumento del uso domiciliario de dispositivos médicos, cada vez más personas dependemos de la electricidad para mantenernos con vida. Y, sin embargo, la planificación ante emergencias sigue sin contemplar adecuadamente nuestras necesidades.
Existen también personas con discapacidad que trabajan o estudian fuera de casa, y para quienes un apagón puede representar un bloqueo total de movilidad. Pensemos en los que dependen del ascensor para salir de su edificio o los que quedaron varados en sus oficinas y aulas. Incluso en los que quedaron atrapados en un transporte público. A menudo, ya enfrentamos obstáculos a diario para acceder a la vida laboral o académica en igualdad de condiciones. Un apagón amplifica esas barreras hasta el extremo.
La infraestructura energética raramente está diseñada con prioridad para estos casos. Las alertas de emergencia no siempre se adaptan a quienes tienen discapacidades auditivas o cognitivas. Y en ocasiones, los servicios sociales carecen de un registro actualizado de personas en situación de dependencia, lo que hace imposible actuar con rapidez en una crisis.
Es urgente que se adopten protocolos específicos para proteger a nuestro colectivo en caso de interrupciones eléctricas. No podemos seguir ignorando esta vulnerabilidad. Porque un apagón puede durar unas horas, pero para una persona dependiente, ese tiempo puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte.