Bienvenidos y bienvenidas al Rincón de la Psicología, un espacio donde todos los miércoles, las psicólogas y psicólogos de PSICARA abordamos temas y curiosidades relacionadas con la Psicología. Esta semana nos detenemos para escuchar al cuerpo y a la mente, ese diálogo silencioso entre lo que somos por naturaleza y lo que el mundo nos pide ser. Hablemos de la tensión entre nuestras necesidades más humanas y el ritmo incesante de la vida contemporánea.
El ser humano, como mamífero social, posee una serie de necesidades biológicas y psicológicas que fueron moldeadas a lo largo de millones de años de evolución. Nacimos para vivir en comunidad, depender del contacto, del cuidado y de la cooperación para sobrevivir. Sin embargo, las condiciones actuales de la sociedad moderna, marcadas por la hiperproductividad, el individualismo y la desconexión emocional entre otras, parecen entrar en contradicción con esa naturaleza. Cada día se hace más latente el desajuste entre lo que somos biológicamente y lo que la sociedad contemporánea nos exige ser.
Vivimos en una época donde lo tendente es funcionar como máquinas. Producir, rendir, competir. Estar siempre disponibles, siempre despiertos, siempre haciendo algo. Pero debajo de toda esa velocidad seguimos siendo lo que siempre fuimos: mamíferos, criaturas que necesitan descanso, contacto, mirada, ternura. Al parecer, la sociedad se olvida de eso.
Nuestro cuerpo aún responde a la lógica del bosque, pero nuestra mente vive en un algoritmo. Nos movemos entre pantallas pasando más tiempo frente a ellas que bajo el sol, corremos contra relojes, y llamamos “vida” a un calendario lleno de tareas. Sin embargo, dentro de nosotros late un sistema nervioso antiguo, que pide calma, conexión y sentido.
Nuestra especie evolucionó dentro de sistemas de apego, cuidado mutuo y cooperación. Necesitamos la presencia de otros para regularnos. Un abrazo, una conversación, un silencio compartido. John Bowlby lo demostró hace décadas, el apego no es una debilidad, sino una forma de supervivencia. Pero en el mundo moderno, la vulnerabilidad se castiga. Ser independiente es un mandato; depender, una vergüenza. Y así, cada uno carga su ansiedad en soledad. Sabemos que el vínculo afectivo no es un lujo emocional, sino una necesidad biológica: sin la presencia de una figura segura, el desarrollo emocional y neurológico se ve comprometido. El neurocientífico Stephen Porges lo expresa de otro modo: el sistema nervioso humano busca la seguridad a través de la co-regulación, de la mirada, la voz y el contacto. Es decir, no estamos diseñados para vivir desconectados.
La sociedad contemporánea, sin embargo, opera bajo un paradigma distinto. Se valora la eficiencia, la autonomía extrema y la disponibilidad permanente. La tecnología ha multiplicado las exigencias, debemos estar conectados siempre, actualizados, productivos, exitosos.Paradójicamente, cuanto más conectados estamos digitalmente, más nos aislamos emocionalmente. La sobreexposición a estímulos, la competencia constante y la falta de descanso erosionan nuestras capacidades de empatía, atención y disfrute. Vivimos, literalmente, fuera del ritmo para el cual nuestro sistema nervioso fue diseñado.
Este desfase entre biología y cultura, evidentemente, tiene sus consecuencias, manifestándose en forma de malestar generalizado (ansiedad, estrés crónico, sensación de vacío o de desconexión, etc.). El filósofo Byung-Chul Han habla de la “sociedad del cansancio”. El médico Gabor Maté lo llama “el precio del estrés oculto”: una sociedad que exige rendimiento y adaptación constantes, pero niega las necesidades de vulnerabilidad y contacto. Dice que estamos enfermos de desconexión. Y ambos tienen razón: hemos convertido el bienestar en una meta que se alcanza, no en un estado que se cultiva. Pero el cuerpo sabe. El cuerpo recuerda que no fuimos hechos para este ritmo.
Nos volvemos funcionales, pero no plenos; conectados, pero solos. El cuerpo lo resiente a través de somatizaciones, fatiga e insomnio entre muchos otros, y la mente se defiende con mecanismos de disociación, adicciones o hiperactividad. El sistema de supervivencia, diseñado para protegernos en emergencias, se activa de manera crónica.
Aun así, emergen movimientos que buscan caminos de reencuentro. La psicología contemporánea empieza a reconocer que la salud mental no se limita al individuo, sino que se sostiene en entornos reguladores: relaciones seguras, ritmos sostenibles, conexión con el cuerpo y el entorno.
Quizás el desafío del siglo XXI no sea tanto seguir acelerando, sino recordar nuestra naturaleza. La modernidad nos ha dado herramientas poderosas, pero también nos ha alejado de lo que realmente necesitamos. El bienestar humano no puede sostenerse si se ignoran las bases biológicas de la conexión, el afecto y la pertenencia. No se trata de rechazar la modernidad, sino de reaprender a habitarla sin rompernos. De mirar el bosque, no solo la pantalla. De escuchar al cuerpo antes de que grite. De trabajar sin perdernos en el trabajo. De recuperar espacios donde la vida se mueva a su propio paso. Quizás el cambio no empiece con grandes revoluciones, sino con pequeños gestos como dormir lo suficiente, caminar sin auriculares, decir que no cuando algo duele, compartir una comida sin mirar el reloj. Tal vez ahí, en lo simple, esté la verdadera resistencia.
Porque ser humano, al final, no es llegar más lejos, sino volver a casa en nosotros mismos.Y esa casa, nuestra biología, nuestras emociones, nuestros vínculos, lleva esperándonos desde siempre.
