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Bar Stop Bar Stop
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Cristina Armunia Berges
Lo mejor del bar Stop eran los chorreantes bocadillos de anchoas preparados en el momento y la charla con el dueño, serio y eficiente. Al compararlo con la clientela, el camarero parecía un hombre hecho y derecho, algo más mayor que sus parroquianos, pero tampoco mucho. A su lado, los que pedían cañas y cafés eran unos auténticos pipiolos con cuatro pelos en la barba y gafas de pasta. Quizá tuviera treinta y muchos o cuarenta y pocos.

Todo se hacía sobre la barra. La comida, las conversaciones, las transacciones, la ingesta y los lamentos. A la vista del cliente estaban el pan, las bebidas y las grandes y relucientes latas de anchoas, de kilo como mínimo. Lo cierto es que la carta era reducida, tanto como el lugar, como el barrio y como la propia ciudad que, a vista de pájaro, parece tener una veintena de calles que se cruzan o bifurcan y un río poco caudaloso que al fluir no hace ni ruido.

Es cierto que Teruel se ha expandido algo hacia sus dos extremos, aunque poco. Se trata de una ciudad pequeña, casi de bolsillo, que te envuelve al pisar el centro adoquinado y que te deja patidifuso justo en el instante en el que observas, desde abajo como una hormiga, la extraña grandeza del Torico. Es así. Es pequeño, si no, le llamaríamos "Torazo". Siempre hay que andar explicándolo.

Cada época tiene su bar de referencia. El Libertad, con sus irrepetibles conciertos como el de Manolo Kabezabolo; la Parra y sus almuerzos a base de callos y bravas muy picantes; el Submarino, con mi hermana y sus amigas pidiendo cortados; y ahora el Luvitien, al que acudimos a celebrar pequeñas cosas y pedir Sputniks (ojo, no vacunas rusas).

En los tiempos del Stop, los bolsillos estaban agujereados y casi vacíos. Los había que en vez de Coca Cola le daban al vino desde los quince o dieciséis años para estirar las pesetas y entrar en calor. Ganaban en ahorro y colorete. Llegaban a casa con los mofletes rojos como dos tomates.

En algunos bares se daban huevos duros gratis por pedir una consumición. Algo mágico. Nada de montaditos o lonchas de jamón, aunque fuera del malo. Huevos duros para acompañar el trago.

El Bar Stop estaba en el Barrio de las Viñas, en frente del edificio de la banda de música, me había dicho mi padre. Una a una, el camarero disponía sobre las barras de pan cinco, diez o una docena de anchoas con esmero, sin escatimar en aceite ni en servilletas. La liturgia de la anchoa y de los almuerzos simples.