La soledad del verano suele ser propicia para meditar sobre lo humano y lo divino. Gracias a esos ratos perdidos, mirando el horizonte dibujado por el Castillo de Villel, surgen ideas para las ficciones que luego plasmo en papel. Casi siempre los pensamientos derivan hacia cosas positivas, buenos recuerdos, planes de futuro e ilusiones nuevas. Sin embargo, en los últimos días, debido a diferentes circunstancias personales, vengo dándole vueltas a la pérdida.
A los seres humanos nos cuesta mucho soltar lastre y cuando perdemos a alguien que era importante para nosotros, la herida, en mayor o menor medida, no cicatriza nunca. Al menos, es lo que me ocurre a mí. Me cuesta tanto aceptar el adiós que siempre dejo una puerta abierta en mi conciencia y digo solamente "hasta pronto".
Es muy complejo ver cómo las personas con las que has compartido algo más que tu tiempo se alejan de ti. Desencuentros, malentendidos, o simplemente las circunstancias de la vida consiguen que al cabo de los años sean demasiados a los que echas de menos. Quién sabe, quizá alguno de ellos lea esta columna intentando encontrar una señal para retomar el contacto. Aquí queda escrita, sigo siendo fácil de encontrar.
Pero hay un tipo de pérdida que no tiene ni retorno ni cura. Creo a conciencia en el más allá, en que de un modo u otro volveremos a encontrarnos algún día. No obstante, ver partir para siempre a alguien a quien quieres es la peor experiencia que existe. Me resulta tan duro que soy incapaz de borrar sus nombres de mi agenda telefónica durante años. El problema es que ya son unos cuantos y tendrá que llegar pronto el momento en que haga limpieza, aceptando que desaparecerán del móvil pero nunca de mi memoria.
Y mientras mi mente divaga por estos oscuros laberintos, me sigo aferrando a la vida y a aquellos que siguen presentes en ella. Porque el destino nos da tanto como nos quita. Quizá lo importante sea que gracias a que algunos se marcharon, otros son hoy la causa de nuestra felicidad.