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Mascarillas

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Javier Silvestre

La foto que este viernes se hizo viral en Twitter lo dice todo. En ella se ve cómo un hombre aprovecha la mascarilla que tiene que llevar obligatoriamente en el AVE con otro fin no menos interesante: convertirla en un antifaz improvisado. Pese a que le han llovido las críticas, su comportamiento no deja de ser igual de absurdo que el de aquellos que llevan la mascarilla como recoge-papadas, salva-codos o cuelga-orejas. 

Mi experiencia con las mascarillas es un poco la de todos. En marzo, al inicio del confinamiento, fui de los que se creyó más listo que el resto de la humanidad comprando en portales chinos (que supuestamente sólo yo conocía) cantidades ingentes de mascarillas. 

Como no llegaban unas, compraba otras y como las otras tampoco llegaban, me lanzaba a por las que seguro no fallarían. El resultado: no llegó ninguna hasta mediados de junio. Eso sí, ahora tengo mascarillas para sobrevivir a tres pandemias.

Sólo hay un problema: la talla. Si uno tiene una cabeza y una nariz que se salen de los cánones asiáticos, no hay mascarilla made in China que aguante medio asalto. No es raro ir por la calle y que la mascarilla salte por los aires, como si de una faja intentando contener los kilos de bizcochos que nos hemos metido en el cuerpo durante la cuarentena se tratase.

Es parecido a comprarse unos vaqueros baratos y ver cómo se deforman a los pocos minutos de llevarlos puestos así que no queda más remedio que pasarse a una mascarilla premium. Las FFP2 que regalaban en Madrid parecían la ocasión perfecta para pasar a un nivel superior. Hasta que te das cuenta de que a través de esas mascarillas no entra el virus pero tampoco el oxígeno. ¡Intenten mantener una conversación con alguien subiendo la calle San Franscisco con una puesta!

Así que toca lanzarse al mundo de las FFP3 con filtro integrado que parecen buenas y cuestan como las 200 mascarillas chinas que almacenamos en un cajón. La diferencia de precio es tanta que la reservas para una ocasión especial… igual que esa camisa de 120 euros que te compraste en rebajas y que marcaba el doble en la etiqueta. 

Como es tan buena, decides que sólo la usarás cuando sea realmente necesaria. Y tras dos meses sobre la mesa del recibidor de casa te das cuenta que sólo la utilizarás si vas a visitar un laboratorio en Wuhan o algo parecido. El resto de opciones sería desaprovecharla por completo.

Tus amigos (que son muy modernos) ya hace días que han optado por mascarillas de tela reutilizables. Todas muy de diseño, muy solidarias y muy de postureo madrileño. Cuando les preguntas cómo hay que desinfectarlas te dan una ‘masterclass’ titulada: “Tu horno es tu arma de desinfección. Tiempos, temperaturas y trucos para dejar tu mascarilla como nueva.”

La realidad es que con dos cervezas te confiesan que, o no la han limpiado nunca o cuando lo hicieron acabaron con un trozo de tela chamuscado pero eso sí, libre de coronavirus. Así que, resignado, vuelves a tus mascarillas azules de usar y tirar que, como mínimo no te dan tanto trabajo. Y que, además, si te entra sueño, te sirven de antifaz. Lo que no inventen estos chinos...